14/10/2025
Hay personas que crecen con la sensación profunda de no haber sido realmente hijos de nadie. No porque sus padres no hayan existido, sino porque, en el plano emocional, nunca se sintieron sostenidos, vistos ni contenidos. Es una forma de orfandad silenciosa, que no se mide por la ausencia física sino por la falta de presencia afectiva.
Quien atraviesa este sentimiento suele llevar dentro un vacío antiguo, una herida que no siempre sabe nombrar, pero que condiciona la manera en que se vincula con los demás y consigo mismo. Ocupa el lugar de “hijo-abandonado”: alguien que deseó ser amado y cuidado, pero que encontró distancia, indiferencia o incluso exigencia en lugar de ternura.
Desde esa herida pueden surgir dos movimientos posibles. Uno es el de la búsqueda desesperada: intentar llenar ese vacío a través de la aprobación, el reconocimiento o el amor de otros. Este movimiento lleva a repetir vínculos desiguales, donde el otro se convierte en una figura que debe dar lo que no se recibió. Es una repetición inconsciente del intento por sanar la falta original.
El otro movimiento es el opuesto: el retraimiento. La persona se convence de que no necesita a nadie, que la autosuficiencia es sinónimo de fortaleza, y levanta muros emocionales para no volver a sentirse vulnerable. Sin embargo, detrás de esa aparente independencia, suele habitar el mismo dolor, solo que encapsulado.
Reconocer la herida del hijo-abandonado no significa quedarse anclado en el pasado, sino empezar a comprender el origen del propio modo de amar y de estar en el mundo. Es un acto de lucidez y compasión hacia uno mismo. Implica aceptar que, aunque no se haya recibido el amor que se necesitaba, todavía es posible construirse un hogar interno: uno donde el propio cuidado, la validación y la ternura sean, al fin, los cimientos de una nueva forma de pertenecer.
Porque ser hijo no depende de haber tenido padres disponibles, sino de poder reconocerse hoy como alguien digno de amor, incluso si nadie supo enseñarte cómo se sentía.