26/08/2025
Una historia de dolor, terror y esperanza
Sentado en una silla en el corredor de mi casa, contemplaba la inmensidad de Dios reflejada en un atardecer maravilloso. El silencio se rompió con el timbre de mi teléfono.
—¿Halo, con quién desea hablar?— respondí.
Al otro lado de la línea escuché una voz que me estremeció hasta el alma:
—Don Mario, soy su vecino. Estoy en el puente, hubo un accidente… creo que es la moto de su hijo.
En ese instante sentí que mi corazón dejaba de latir. Corrí desesperado, con la angustia clavada en el pecho. A la distancia, una multitud se agolpaba en el puente. Al llegar, mi temor se hizo realidad: allí estaba mi hijo Maikel, ensangrentado, su cuerpo maltratado. Caí de rodillas frente a él, lo toqué, y aunque estaba gravemente herido… aún respiraba.
Los gritos de la gente me estremecían: “hay muertos”. Mi alma se quebró, otra vez el dolor, otra vez la sombra de la pérdida, porque tiempo atrás ya había sepultado a otro de mis hijos.
Las ambulancias llegaron, los paramédicos confirmaron que dos muchachos habían fallecido. Subieron a Maikel y el trayecto al hospital fue eterno. Primero Ciudad Neily, luego la referencia al San Juan de Dios. El diagnóstico fue devastador: fracturas múltiples y un severo trauma en la cabeza. Lo ingresaron a cuidados intensivos y yo quedé solo, sin dinero, con el alma cargada de miedo y preguntas.
En medio de esa soledad, alguien me tocó el hombro y me dijo con voz firme:
—No temas, ten fe.
Le pregunté de dónde era. Me respondió:
—De Coto Brus. Tengo a mi hijo grave y sé lo que sientes. Conozco un lugar donde ayudan a personas como nosotros, espiritualmente y con mucho amor.
Esa persona desapareció entre la multitud, pero sus palabras quedaron en mí. Esa misma noche llamé al número que me dio.
—Buenas noches, ¿en qué le podemos servir?— respondió una voz tranquila.
—Mi nombre es Mario… necesito ayuda, por favor— contesté con la voz entrecortada.
—Soy Miguel Corrales, director del Hogar Gary. Véngase, aquí hay un espacio para usted— fue la respuesta.
Y así fue como llegué al Hogar Gary. Desde entonces, cada día ha sido distinto: un desayuno cálido, palabras de aliento, oraciones sinceras, una cena servida con amor, y una cama donde mi cansado cuerpo pudo descansar.
Gracias a Doña Rosibel, Doña María, Yamilet y Doña Seidy, encontré no solo ayuda, sino también verdaderos amigos que reflejan el amor de Dios. Hoy mi fe está firme, mi corazón más tranquilo y estoy seguro de que, con la misericordia de mi Señor, pronto volveré a ver a Maikel en casa.