03/10/2025
Ahí estaba yo,
recorriendo el barrio que en gran parte me vio crecer.
Volvía después de casi dos décadas,
frente a la casa que marcó mi infancia y adolescencia,
y que ahora, por herencia, comparto con mi hermana mayor.
Sentía cómo todo se desbordaba a mi alrededor y dentro de mí.
Hoy, de madrugada, a las 2:10, desperté.
Los vecinos ruidosos me despertaron
y con ellos, la pesadez del lugar se sintió en cada bloque, cada pilar, cada rincón,
recordándome lo que fue y lo que queda.
Sobre todo me recordó que “esta situación que estoy transitando no es para completar una tarea o meta”,
como de cierta manera lo había tomado hasta hoy;
aunque lo entiendo, a veces lo olvido.
Les doy un poco de contexto mientras reflexiono y recordamos juntos:
lunes y martes, si estamos con suerte, no hay música a todo volumen;
los fines de semana, la huella del ruido se siente más intensa, como hoy.
Ellos son los vecinos ruidosos —así les llamo cuando estoy de buen humor—,
y a través de su grito percibo algo más profundo:
el dolor que sentimos muchos, aunque lo callamos.
Quizás gritan más fuerte porque les duele más… (sarcasmo).
En esa resonancia comprendo lo que ocurre:
seguimos en rutinas y patrones sin observar,
programados por el entorno,
repitiendo días y emociones que nos atraviesan sin que nos demos cuenta.
Otros vecinos entran y salen a trabajar, buscando solo un espacio de descanso;
pero, ¿a qué costo?
Todo convive, todo se percibe.
Siento cómo cada energía nos rodea
y me recuerda la historia de este lugar.
Esta casa, parte mía y de mi hermana,
llena de escombros y transformación,
todavía me sostiene, entrelazando recuerdos con mi presente.
He visto cómo puedo cambiar de humor de un momento a otro,
cómo un día puedo despertar rara, sin reconocerme,
y entiendo que es porque internamente me impacta mucho el espacio donde estoy.
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