28/11/2025
Hay un tipo de vacío que solo aparece cuando se va uno de nuestros mayores. No es un vacío ruidoso, sino uno silencioso, profundo, de esos que se sienten en los rincones de la casa y en los recuerdos que se activan sin avisar. Cuando perdemos a quienes llevan más años que nosotros en el mundo, no solo despedimos a una persona querida: despedimos a una parte de nuestra historia familiar.
Nuestros mayores son como raíces antiguas. En ellos habitan generaciones enteras, modos de hacer las cosas, refranes que nadie más repite, costumbres que parecían eternas. Su presencia, incluso en los momentos más simples, daba estructura: una llamada que nos recordaba quiénes somos, una mirada que entendía más de lo que decía, un cariño que estaba ahí desde antes de que tuviéramos memoria.
Y cuando dejan de estar, algo en nuestra infancia, en nuestra identidad, se mueve. Porque ellos fueron testigos de nuestras primeras versiones, de nuestros juegos, de nuestras dudas de niños. Su ausencia no solo pesa por el amor que nos dieron, sino por el tiempo que compartimos con ellos, ese tiempo que nadie puede devolver.
Este año está siendo especialmente duro. Las despedidas se han ido acumulando, dejando un hueco difícil de describir. Y sin embargo, en medio de todo el dolor, queda algo firme: lo que nos transmitieron. Sus valores, sus historias, sus formas de cuidar. Todo eso sigue vivo en nosotros, aunque las voces ya no se escuchen.
Es normal sentir que se rompe algo cuando se van nuestros mayores. Son pilares, son memoria, son la generacion que precede a nuestros abuelos ,son lo más cercano a ellos ,son familia. Extrañarlos es una manera de seguir queriéndolos. Y en ese querer, aunque duela, sigue ardiendo la luz que nos dejaron."
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