21/11/2025
Muchas personas caen en el error de creer que un ejercicio es “mejor” en la medida en que imita un deporte o una actividad que percibimos como más “funcional”. Esa idea revela una confusión básica entre capacidades físicas y habilidades motoras.
Desde la ciencia del entrenamiento, el propósito del acondicionamiento físico no es replicar el gesto deportivo, sino optimizar las cualidades que sostienen ese gesto: fuerza, potencia, control motor, resistencia, velocidad, estabilidad, rigidez, movilidad específica, tolerancia mecánica del tejido, etc.
En otras palabras: la fuerza no está obligada a parecerse al deporte para transformar al deportista.
Si reducimos el entrenamiento a la imitación del movimiento final, perdemos el principio más importante en ciencias del ejercicio: la transferencia se produce cuando mejoran las capacidades subyacentes, no cuando replicamos el gesto.
La práctica deportiva —el juego, el arte, la técnica— es el espacio donde el atleta integra, refina y automatiza habilidades.
El gimnasio es donde construye la maquinaria fisiológica que hace posible ejecutarlas con mayor eficacia, economía y resiliencia.
Y no me malinterpretes: los ejercicios “más funcionales” o “aparentemente específicos del deporte” sí tienen un lugar. Son útiles para cerrar brechas, para transiciones entre fuerza general y fuerza especial, o para trabajar demandas mecánicas particulares del deporte.
Pero incluso entonces, su valor no radica en “verse iguales al deporte”, sino en responder a una necesidad física concreta: vectorialidad, rango, velocidad, momento de fuerza, régimen de contracción, etc.