23/11/2025
https://www.facebook.com/share/17hqZi9ozM/?mibextid=wwXIfr
Estaba mirando por la ventana cuando noté a mi hijo recostado en el jardín junto a nuestro perro, Manchas. La escena me llamó la atención, pero fue un papel sobre la mesa lo que realmente me detuvo: una hoja doblada, escrita con la letra de mi hijo.
Mi hijo le había escrito una carta a su perro como si le hablara a un hermano:
"Hola, Manchas. Hoy quiero decirte algo importante. Desde que viniste a vivir con nosotros, todo es diferente. Ya no me quedo solo cuando los demás están ocupados, porque tú siempre te quedas conmigo. Cuando te hablo y me miras con tus ojitos buenos, siento como que sabes lo que digo.
Gracias por estar conmigo cuando lloro y hacer ruiditos para que me calme, por correr conmigo cuando estoy contento y por dormir a mi lado cuando tengo miedo. Tú eres mi mejor amigo, aunque no puedas hablar. A veces creo que sí me entiendes, y eso me pone muy feliz.
Sé que no vas a estar conmigo para siempre, pero mientras estés, te voy a dar muchos abrazos, te voy a compartir mis galletas y te voy a decir todos los días que te quiero. Porque te quiero un montón, aunque no sepa decirlo tan lindo como lo siento de verdad."
Al terminar de leer, sentí una presión en el pecho que era como una mezcla de ternura, sorpresa y culpa por no haber imaginado cuánta compañía encontraba mi hijo en su perro.
Guardé la carta. No por nostalgia, sino porque ese día descubrí una parte de mi hijo que la rutina suele ocultar, y porque Manchas —sin entenderlo del todo— era protagonista de una historia que para él significaba mucho más que un simple juego en el jardín.