13/10/2025
Regios vs... la publicidad (?)
Por Antonio Quiñones
Si han pasado por el centro de Monterrey y sus alrededores, a donde volteen, les apuesto que han visto esta imagen del gobernador...
En algún punto entre los anuncios de las paradas del camión, puentes peatonales y las lonas en los edificios del centro de Monterrey, el león minimalista (aquel que presentó al principio de su administración) empezó a devorar el viejo escudo de Nuevo León. Hoy, su leoncito se asoma en escuelas, dependencias, camiones, programas y comunicados oficiales. Ya no se trata solo de un logotipo: es una marca que intenta envolver a toda una administración bajo la promesa de modernidad, juventud y eficiencia. Pero cuando el Estado se pinta con los colores de un partido, ¿a quién pertenece realmente el símbolo?
Lo que alguna vez representó lo público (el escudo, los sellos, los nombres institucionales) ha sido sustituido por una narrativa corporativa. Ahora, los gobiernos no gobiernan: gestionan marcas. Los informes se vuelven campañas, los ciudadanos se vuelven audiencias para remedos de “influencers” jugando a ser políticos, y el ejercicio público se traduce en estrategias de posicionamiento. En el Nuevo León del 2025, la política ya no se mide por resultados, sino por alcance y engagement.
No es un fenómeno local. Ocurre en todo el país, y más allá de él. La cultura política contemporánea se ha rendido ante la lógica de la mercadotecnia: vender una imagen más que sostener una idea. El político ya no busca convencer, sino agradar; no gobierna con palabra, sino con “lives”. Lo inquietante no es la publicidad en sí, sino su efecto anestésico: mientras el ciudadano admira la estética, olvida preguntar por la ética.
En un Estado donde el color del gobierno cambia con cada administración, el riesgo es que las instituciones se vuelvan desechables. Cada sexenio llega con un nuevo logo, una nueva tipografía y un eslogan distinto. La continuidad se sacrifica en nombre del rebranding político. Así, la identidad de Nuevo León no se construye desde su historia, sino desde la próxima campaña. Cada color cubre al anterior, cada lema borra al que vino antes. Lo que debería ser pertenencia se convierte en mercancía.
Y sin embargo, la ciudadanía sigue participando en el juego. Lo decimos sin notarlo: “el león del gobierno”, “los naranjas”, “el nuevo Nuevo León”. Repetimos la consigna como si fuera nuestra, y no la de un grupo en el poder. En las aulas, en los oficios, en los papeles oficiales, el lenguaje corporativo se filtra hasta volverse sentido común. En lugar de preguntarnos qué significa el símbolo, lo reproducimos.
Quizá el poder contemporáneo ya no necesite imponerse; le basta con volverse deseable. Que nos tomemos fotos con ellos, que lo compartamos, que lo vistamos, que lo digamos con orgullo. El marketing político descubrió que la mejor forma de controlar la opinión pública no es censurarla, sino seducirla. Por eso las lonas son tan brillantes, los leones tan limpios y los mensajes tan breves: todo está diseñado para sentirse cercano, para parecer parte de nosotros.
Pero cuando el poder se disfraza de marca, lo público deja de ser de todos para volverse propiedad intelectual. La frontera entre gobierno y partido se diluye; la rendición de cuentas se sustituye por el “branding”; el ciudadano deja de exigir para empezar a consumir. Y así, sin darnos cuenta, la identidad de un estado termina reducida a un color, a un logo, a un spot.
Tal vez solo hay que recordarlo: un gobierno no es una marca. Un informe no es un lanzamiento. Y una sociedad no se fortalece repitiendo lemas, sino cuestionándolos. Porque si el león naranja acaba devorando los símbolos que nos representaban a todos, lo que se pierde no es solo el escudo: se pierde también la idea de comunidad que debería sostenerlo.