29/11/2025
Con los años —y con lo que he visto en mí, en mi familia y en mis pacientes— entendí algo que incomoda porque rompe con la espiritualidad azucarada que hoy tapa heridas: nadie ama sin esperar algo a cambio. ¡Nadie! Y quien lo diga no se conoce o no quiere verse.
No hablo de regalos, sino de reconocimiento, presencia y reciprocidad emocional. Ese gesto mínimo que confirma que el vínculo es mutuo y no un monólogo afectivo.
Incluso en el amor a los hijos necesitamos que vean el amor que reciben. No que lo paguen, sino que lo reconozcan. Ese “mi mamá hace esto por mí” sostiene más que cualquier discurso vacío.
Muchos aman desde el servicio porque así sobrevivieron. Se entiende, pero eso no significa permitir vínculos donde el amor depende solo de lo que una hace. Cuando amar se vuelve cargar con todo, ya no es vínculo: es función, es servilismo.
Y cuando dejo de hacer, ¿dejo de valer?
¿mi amor vale solo si soluciono?
¿mi presencia solo si sirvo?
Esa forma de amar desgasta y enseña a relacionarnos desde la carencia, no desde la elección consciente.
A muchos esto les parece frialdad. Yo lo llamo límites. Y me encanta que me digan fría, porque significa que mi vulnerabilidad ya no está desparramada por todas partes y que no me desgasto en relaciones unilaterales.
Desromantizar el amor no es volvernos duros, es dejar de mentirnos. Amar desde un apego seguro no es “yo no espero nada”. Eso no es iluminación; es una herida disfrazada de santidad.
Si crees que amas sin necesitar nada, necesitas terapia. No porque estés mal, sino porque estás desconectada de tus necesidades reales, esas que te protegen de vínculos manipuladores o abusivos.
El ser humano necesita ser visto. Recibir algo —aunque sea mínimo— de lo que entrega. Negarlo no te hace espiritual; te vuelve vulnerable.
Reconocerlo no te hace egoísta. Te hace consciente. Porque el amor sano no se sacrifica: se comparte, se sostiene, se devuelve.