19/11/2025
Tendemos a mirar la naturaleza como un refugio perfecto…
pero en realidad, la naturaleza nunca ha sido solo suave.
La naturaleza también es filo.
Es viento que rompe ramas.
Es lluvia que arrasa.
Es noche que asusta.
Es tierra que exige.
Es vida y es muerte al mismo tiempo.
Hay algo profundamente salvaje en ella.
Algo que no adorna, que no pide permiso, que no suaviza para complacer.
Es honesta.
Es cruda.
Es real.
Y, aun así…
cuando entramos en sus paisajes, sentimos una calma que no encontramos en ningún otro lugar.
¿Por qué?
Porque la naturaleza es verdadera.
No es perfecta.
No es delicada todo el tiempo.
No es segura todo el tiempo.
Pero es auténtica.
Y esa autenticidad… calma.
Nos calma porque nos recuerda que también nosotras somos así:
suaves y salvajes, luminosas y oscuras, armoniosas y caóticas.
Que no necesitamos ser bonitas o correctas para ser parte del mundo.
Que en nuestra imperfección también hay ritmo.
Y en nuestro desorden también hay sentido.
La calma de la naturaleza no viene de su dulzura,
sino de su honestidad.
Y por eso, cuando la miramos, cuando la sentimos, cuando la escuchamos,
nuestro cuerpo se afloja.
Porque reconoce un lugar donde no tiene que fingir nada.
La naturaleza nos enseña que la paz no es ausencia de fuerza,
sino presencia de verdad.
Y quizás por eso buscamos sus montañas, sus vientos y sus cielos:
no para escapar,
sino para recordar que dentro de nosotras también vive un paisaje que merece ser habitado justo como es:
salvaje, profundo y en calma.
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