27/06/2022
El delirio de interpretación: el otro, el que engaña.
La culpa se hace eco muy rápidamente de la acusación.
—[ Henry Fielding ]—
Un rasgo que pone de manifiesto la afinidad entre las dos formas de delirio, el paranoico y el de los celos, es el papel de los signos en la relación con el otro, el que engaña. Tanto el perseguidor como el otro, el que engaña, (con sus dos rostros, el del otro amado y el del rival) se supone que delatan su indignidad por medio de «signos» que el delirante (celoso versus paranoico) detecta en su condición de observador experto, con una especial sensibilidad de sus sentidos.
El vínculo de las ideas de «celos» con las ideas de «persecución» ya había sido señalado por la psiquiatría, mediante el «delirio de interpretación» (Paul Serieux y Joseph Capgras). Pero fue Sigmund Freud quien asentó la idea: si los celos y la persecución desencadenan la locura interpretativa es porque ambos abrevan en el mismo fermento pulsional. De alguna manera, ambos se cuecen en la misma olla.
Freud nunca dice que esos obstinados y fanáticos intérpretes se equivocan; los celosos denotan incluso una capacidad de «atención» y una pertinencia excepcionales, pero su patología se expresa justamente en que de alguna manera tienen «demasiada razón», es decir, no consiguen ocultar lo que los no celosos eluden habitualmente. Los celosos paranoicos se revelan especialmente aptos para detectar las señales del deseo en el ser del otro s**o, señales que entienden perfectamente, ¡y con razón!: la identificación ocurre de acuerdo a su propio conocimiento y experiencia sobre el asunto. Así, sin duda es cierto que la mujer, en su funcionamiento social, produce signos y emite señales: es la ley de la seducción como hecho de alguna manera antropológico y social. El gran celoso, como el paranoico, es el hombre que tiene razón. Pero en ese sentido resulta ser una persona que huye radicalmente del trato con los demás o siente gran aversión hacia ellas, elude el carácter de «apariencia» o «hipocresía social» características con las cuales se estructura el lazo social.
Como un auténtico patán, le niega a la mujer el derecho a la expresión metafórica de su deseo, es decir, a permanecer en una línea de flotación en la expresión socializada de su ser: toma el signo al pie de la letra y no da un paso atrás, polarizado como se encuentra en la confesión del deseo de infidelidad. De ahí su apetencia patológica por la «verdad».
Al igual que el paranoico, el celoso puede argüir con toda legitimidad que en el fondo tiene razón, así sea contra todos, para el caso, que toda conducta humana es, en el fondo, sexual. Sin embargo, por principio, el celoso es un «falso espíritu», pese a que, por otra parte, dé muestras de una sobrelucidez patológica. La observación proustiana es atinada: «resulta sorprendente cómo los celos, que se pasan haciendo pequeñas suposiciones en falso, tienen poca imaginación cuando se trata de descubrir la verdad». De esta manera, Marcel Proust señala el contraste entre la escrupulosidad hipotética que caracteriza a la investigación celosa, verdadero desenfreno de sagacidad y perspicacia en todo lo referido al detalle, y su incapacidad para afrontar la propia realidad de la pérdida. Esa clase de celoso que no deja de multiplicar las «falsas suposiciones» se muestra incapaz de ver claro en esas circunstancias, pese a tener las evidencias ante la vista, cuando la infidelidad o el abandono se cumplen realmente. Es una prueba de que funciona según el «principio de placer», aunque sea para poner de manifiesto alguna de las verdades más desagradables, de que fracasa en saber cuando la propia realidad de la traición se presenta (sobre todo cuando él mismo la ha provocado), pese a que sobresalía en la detección de los signos precursores. Desea que la realidad vaya en el sentido deseado para acceder al placer mórbido de descubrir al otro «en flagrante delito», gesto con el que también realiza su propia inclinación masoquista. El objeto de los celos debe permanecer en las cercanías, o bastante «contactable», para que pueda ejercer sobre su persona, como si fuera un material de experimentación, sus alocadas hipótesis. El verdadero objetivo del celoso consiste en hacer confesar, sin que se dé cuenta, los deseos ocultos de la mujer, lo que equivale a inducir insensiblemente la idea del engaño y animarla a pasar al acto. Sobre todo, el celoso no desea tanto cerciorarse plausiblemente de la realidad sino verificar el fantasma... al precio del delirio. Ese paradójico funcionamiento del celoso delirante propiamente dicho se esclarece con el hecho de que él mismo desconoce el objeto de su secreta pasión. Sería la presión del deseo homosexual inconsciente la que lo llevaría a colocar «bajo presión» a la mujer. Se trata, pues, de un gigantesco error hacia la persona o, más bien, de un colapso de los dos órdenes de sentimientos heterogéneos y de parasitismo de las «elecciones de objeto»... Es lo que hace de los celos un sentimiento eminentemente confuso, incluso un verdadero estado de confusión puntual.
—[ Paul-Laurent Assoun, Lecciones psicoanalíticas sobre los celos ]—