06/11/2025
El maravilloso Michael Jackson tuvo un padre que confundía disciplina con castigo. “Mi padre era severo. Muy severo”, dijo alguna vez. Usaba correas, cables, lo que tuviera a mano. Lo reprendía con tal fuerza que el niño temblaba al verlo entrar por la puerta. No era respeto. Era terror.
Mientras otros niños corrían bajo el sol, él ensayaba frente al espejo, buscando perfección. No por gusto, sino por supervivencia. El escenario fue su refugio, el único lugar donde sentía que valía algo. Su madre rogaba que se detuviera. Él solo quería desaparecer.
Pero Michael no se quedó ahí. Con el tiempo, entendió que ese dolor lo había moldeado, sí, pero también lo había herido. Y decidió algo radical: romper el ciclo. “No quiero que mis hijos me teman, quiero que me amen”, dijo en 1997. Lo cumplió. Sus hijos lo recuerdan como un padre cariñoso, presente, lleno de ternura. En su casa, el miedo no entraba.
Su padre, Joseph Jackson, nunca pidió perdón. Nunca reconoció el daño. Para él, sus hijos fueron una inversión. Incluso en el funeral de Michael, mientras el mundo lloraba, Joseph se dedicó a promocionar sus nuevos proyectos. No hubo palabras de amor. No hubo duelo. Solo negocios.
Michael transformó el dolor en arte, y el miedo en ternura. Su legado no es solo musical. Es humano. Es la promesa cumplida de que el amor puede ser más fuerte que el pasado. Que un niño herido puede crecer y decidir: “Aquí, el ciclo termina”.