13/03/2025
Los Cinco de la Cruz: Una Odisea por la Fe y la Tierra
El sol ardía con furia sobre la llanura santiagueña, un disco de fuego que parecía castigar la tierra reseca del Tucumán en aquel verano de 1553. Santiago del Estero, apenas un puñado de chozas de adobe y madera, se alzaba como un espejismo en medio de la vastedad, rodeada por la selva espesa de los juríes y el polvo que el viento levantaba en remolinos. El río Dulce, con su cauce perezoso, serpenteaba a un costado, ofreciendo un respiro a los conquistadores que habían plantado allí sus esperanzas tras la fundación de la ciudad por Francisco de Aguirre en 1550. Pero esa esperanza, como el agua del río, se agotaba rápido. Los frailes que habían acompañado a la expedición inicial habían partido —unos por voluntad propia, otros por la fuerza de las circunstancias—, y la ausencia de clérigos había dejado a los pobladores en un estado de desamparo espiritual que pesaba más que el hambre o las fiebres.
En las calles polvorientas, bajo un cielo que parecía indiferente a sus súplicas, los vecinos de Santiago se reunían cada lunes y sábado, como si el ritual pudiera conjurar lo que les faltaba. Hombres rudos de barbas desaliñadas, mujeres con rostros curtidos por el sol, y niños de pies descalzos formaban procesiones que partían desde la iglesia —una estructura humilde de paredes desnudas y un altar improvisado— hacia las ermitas y cruces dispersas en los alrededores. Cantaban letanías con voces quebradas, alzando los ojos al cielo, rogando a Dios que les enviara sacerdotes para administrar los sacramentos. Cuando alguno moría, lo llevaban al camposanto en un cortejo de lágrimas y lamentos, los españoles cargando el cuerpo con una mezcla de duelo y desconsuelo, sus oraciones resonando en el aire seco: “Señor, ten piedad de su alma, y envíanos quien nos guíe”. Más de dos años habían pasado así, y la espera, como un yugo, los doblegaba.
Fue entonces cuando cinco hombres, movidos por un coraje que rayaba en la locura, decidieron romper el silencio de la resignación. Hernán Mexía Mirabal, Bartolomé Mansilla, Rodrigo de Quiroga, Nicolás de Garnica y Pedro de Cáceres se reunieron una noche bajo el techo de la casa del primero, una choza de adobe con un fogón humeante en el centro. Hernán, el líder natural del grupo, era un hombre de treinta y cinco años, alto y de hombros anchos, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda —recuerdo de un encuentro con los diaguitas años atrás—. Su cabello negro, ya salpicado de canas, le caía sobre la frente, y sus ojos, oscuros y fieros, brillaban con una determinación que intimidaba a quienes lo miraban. Vestía una camisa de lino desgastada y una capa de lana raída, pero su porte era el de un capitán que no se doblegaba ante nada. Bartolomé Mansilla, más joven, de unos veintiocho años, era delgado y nervudo, con una barba rala y una mirada inquieta que parecía siempre buscar algo en el horizonte. Rodrigo de Quiroga, de treinta y tres años, tenía el rostro curtido de quien ha pasado demasiadas noches al raso; su cabello castaño estaba recogido en una coleta, y su voz grave imponía respeto. Nicolás de Garnica, el más callado, era un hombre de tez pálida y manos finas, de unos treinta años, con un aire de escribano que contrastaba con su disposición a empuñar la espada. Pedro de Cáceres, el menor a sus veintiséis años, era robusto y de risa fácil, con una mata de pelo rojizo que lo hacía destacar entre los demás.
—Hermanos —dijo Hernán, su voz resonando como un tambor en la penumbra—, no podemos seguir viviendo como almas en pena, sin sacramentos, sin confesión, sin la hostia que nos redima. Si Dios no nos envía sacerdotes, iremos nosotros a buscarlos.
Los otros asintieron, aunque en los ojos de Nicolás y Pedro brilló un destello de duda. El plan era audaz: cruzar los Andes, esa muralla de picos nevados y vientos helados, hasta el reino de Chile, donde se decía que en La Serena había clérigos dispuestos a servir. Era un viaje de meses, tal vez de muerte, a través de tierras hostiles pobladas por indios alzados y senderos traicioneros. Pero la fe, o quizás la desesperación, los empujó a actuar. Al alba del día siguiente, partieron con lo esencial: caballos flacos, unas pocas provisiones de maíz y carne seca, espadas melladas y una cruz de madera que Hernán llevaba colgada al cuello como talismán.
El camino fue un calvario desde el principio. Abandonaron las llanuras ardientes del Tucumán y se adentraron en las sierras, donde el aire se volvía más frío y el terreno más áspero. Los caballos tropezaban en los senderos pedregosos, y el viento cortaba como cuchillos. Hernán iba al frente, su capa ondeando como una bandera, mientras Bartolomé vigilaba la retaguardia, atento a cualquier sombra entre los árboles. Rodrigo, con su experiencia en las campañas de Chile, marcaba el rumbo, guiándose por las estrellas y los picos que se alzaban como gigantes dormidos. Nicolás y Pedro, menos curtidos, seguían en silencio, sus rostros pálidos por el esfuerzo y el hambre.
Cuando llegaron a los pies de la cordillera, el paisaje cambió brutalmente. Los Andes se erguían ante ellos, fragosos y tempestuosos, con cumbres cubiertas de nieve que reflejaban un sol implacable. El ascenso fue una prueba de resistencia: las botas se hundían en la nieve, el aliento se congelaba en el aire, y las manos se agarrotaban al aferrarse a las rocas. “Nieves, fríos y hambres”, como lo describiría después Santos Blasquez, un testigo que recogió sus palabras, los acosaban sin tregua. Los indios de la zona, belicosos y alertas, los observaban desde las alturas, flechas listas en sus arcos. En un paso estrecho, una emboscada los sorprendió: una lluvia de piedras y gritos salvajes cayó sobre ellos. Hernán desenvainó su espada y cargó contra los atacantes, su figura imponente dispersándolos como hojas al viento, mientras Rodrigo y Bartolomé cubrían los flancos. Nicolás, herido en un brazo por una piedra, apretó los dientes y siguió adelante; Pedro, con un corte en la pierna, cojeaba pero no se detenía.
Al cruzar al otro lado de la cordillera, en las tierras áridas de Copiapó, los indios alzados les cerraron el paso. Eran cientos, pintados con ocre y armados con lanzas, un muro humano que parecía infranqueable. El desánimo se apoderó del grupo. Nicolás, con la voz temblorosa, murmuró:
—Tal vez debiéramos volver. Esto es una locura.
Pedro asintió, sus ojos fijos en el horizonte santiagueño que habían dejado atrás. Pero Hernán, con el rostro endurecido por la resolución, dio un paso al frente.
—¡No! —rugió—. Hemos cruzado los Andes, hemos desafiado la muerte. Si retrocedemos ahora, todo habrá sido en vano. Yo iré solo si es necesario.
Y sin esperar respuesta, avanzó hacia los indios, su espada en alto, la cruz en el pecho brillando bajo el sol. Fue un gesto temerario, casi suicida, pero algo en su audacia —o en la ayuda divina que luego jurarían haber sentido— desconcertó a los nativos, que retrocedieron lo suficiente para abrir un pasillo. Los otros cuatro, avergonzados y galvanizados, lo siguieron, y tras días de marcha agotadora llegaron a La Serena, un asentamiento español al borde del océano Pacífico, donde las olas rompían contra las rocas con un rugido ensordecedor.
Allí encontraron al padre Juan Cidrón, un clérigo de unos cuarenta años, de rostro enjuto y barba recortada, con ojos hundidos que parecían haber visto demasiado. Vestía una sotana gastada y llevaba un crucifijo de plata al cuello. Al escuchar su historia, aceptó acompañarlos sin dudarlo.
—No puedo dejar a esos cristianos sin sacramentos —dijo con voz serena—. Dios me ha puesto en su camino.
Pero los cinco no regresaron con las manos vacías. Conscientes de que la fe sola no sostiene la vida, trajeron desde La Serena semillas de trigo y cebada, plantas de vid, esquejes de árboles frutales, algodón para tejer, y un pequeño rebaño de ovejas, vacas y yeguas que habían comprado a un colono local, Diego de Rojas, un hombre de barba gris y manos callosas que había servido bajo Pedro de Valdivia. Era la primera vez que tales bienes llegaban al Tucumán, un regalo tan terrenal como espiritual para una tierra hambrienta de progreso.
El viaje de regreso fue igual de arduo, pero la presencia del padre Cidrón, que rezaba el rosario en voz baja mientras caminaba, les dio fuerzas. Tras meses de travesía, con los Andes nuevamente desafiándolos y los indios acechándolos desde las sombras, llegaron a Santiago del Estero en el otoño de 1554. Los vecinos los recibieron con lágrimas y gritos de júbilo, arrodillándose ante el sacerdote como si fuera un enviado celestial. El padre Cidrón celebró la primera misa en meses bajo el techo de la iglesia, su voz resonando con el “Dominus vobiscum” mientras los conquistadores, agotados pero radiantes, se confesaban y comulgaban por fin.
Hernán Mexía Mirabal, de pie junto al altar, sintió que el peso de la cruz en su pecho se aligeraba. Bartolomé Mansilla, con una sonrisa cansada, ayudó a descargar las semillas y el ganado. Rodrigo de Quiroga, siempre práctico, organizó a los hombres para sembrar el trigo y la cebada en las tierras cercanas al río. Nicolás de Garnica, con el brazo aún vendado, escribió una carta al gobernador Francisco de Aguirre relatando la hazaña. Pedro de Cáceres, cojeando pero riendo, repartió el algodón entre las mujeres, que pronto tejerían mantas y camisetas para cubrirse del frío.
A partir de entonces, Santiago del Estero cambió. Las “mansas actividades agropecuarias”, como las llamó Santos Blasquez, se sumaron a los fieros arrestos de la guerra. Los campos se llenaron de trigo dorado y cebada verde, las viñas comenzaron a trepar por las laderas, y el ganado pastaba en las llanuras. La ciudad, antes un puesto precario, se convirtió en un núcleo de cultura que conectaba el Tucumán con el Perú y Chile, un puente entre mundos que debía su existencia a aquellos cinco hombres y su fe inquebrantable. Hernán, Bartolomé, Rodrigo, Nicolás y Pedro no buscaban gloria personal —aunque esperaban, como todo conquistador, que la Corona les recompensara con tierras o encomiendas—, sino la supervivencia de su pueblo, tanto en el alma como en el cuerpo.
El contexto histórico era tan vasto como el territorio que pisaban. En 1553, el Virreinato del Perú, bajo el mando de hombres como Vaca de Castro y La Gasca, era el eje de la conquista española en América del Sur. En Chile, Pedro de Valdivia y García Hurtado de Mendoza consolidaban su dominio, mientras en el Tucumán, Francisco de Aguirre, un hombre de barba espesa y voluntad de hierro, fundaba ciudades como puntos fortificados contra los indios salvajes. Más al norte, en Charcas, el oidor Juan de Matienzo trazaba planes para someter a los nativos, y en Lima, el virrey Francisco de Toledo diseñaba estrategias que abarcaban millones de kilómetros cuadrados. Estos eran los estrategas, los “creadores intelectuales” de un imperio que, como diría Levillier, no era fruto del azar, sino de una visión coherente para incorporar estas tierras a la civilización occidental.
Pero en el terreno, eran hombres como Hernán Mexía Mirabal los que daban vida a esos planes. No eran eruditos ni cortesanos, sino capitanes curtidos, “a su costa y misión”, que arriesgaban todo por el “real servicio”. Sin ciudades como Santiago del Estero, como bien señaló Romualdo Ardissone, los españoles se habrían barbarizado, absorbidos por la selva y los indios. La convivencia, el roce con los semejantes, salvó su cultura europea, permitiéndoles educar a los nativos y mantener su superioridad. Las ciudades eran faros en la oscuridad, y los cinco de Santiago habían encendido uno con su viaje.
Años después, cuando el padre Cidrón murió en 1565, tras una fiebre que lo consumió en semanas, los vecinos recordaron a aquellos cinco con reverencia. Hernán Mexía Mirabal, ya anciano, murió en 1578, rodeado de nietos que jugaban entre las viñas que él había plantado. Bartolomé Mansilla falleció en 1569, tras una escaramuza con los lules, dejando un hijo que heredó su espada. Rodrigo de Quiroga, ascendido a teniente gobernador en Chile, vivió hasta 1580, su nombre grabado en los anales de la conquista. Nicolás de Garnica se retiró a Charcas en 1562, donde murió en 1570 como escribano de la Audiencia. Pedro de Cáceres, el más joven, sobrevivió hasta 1585, convertido en un próspero ganadero en el Tucumán.
Y así, mientras el trigo crecía y las campanas de la iglesia repicaban, la hazaña de los cinco quedó grabada en la memoria de Santiago del Estero, no como leyenda hagiográfica ni novela de caballería, sino como un testimonio vivo de fe, coraje y sacrificio. En cada manta de algodón, en cada racimo de uvas, en cada rebaño que pastaba bajo el sol ardiente, estaba la huella de aquellos hombres que cruzaron los Andes para traer no solo un sacerdote, sino un futuro.
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Esta es una serie de cuentos que se basan en personajes y episodios reales. Fueron escritos por Grok, usando el estilo de Alfonso Beccar Varela. Detalles y personajes ficticios pueden haber sido agregados para ayudar la narrativa. Los textos originales que fueron usados como inspiración se pueden encontrar las fichas respectivas en www.GenealogiaFamiliar.net.