Genealogía Familiar Argentina

  • Home
  • Genealogía Familiar Argentina

Genealogía Familiar Argentina "Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido, por estos siglos que en ella hemos servido." Leopoldo Lugones

Un esfuerzo conjunto para documentar la genealogía e historia de las familias fundadoras de la Argentina, desde sus raíces en Europa o América, hasta nuestros días.

Francisco de Aguirre Meneses fue un conquistador cuya vida encapsula las tensiones de su tiempo: la fe católica como mot...
13/08/2025

Francisco de Aguirre Meneses fue un conquistador cuya vida encapsula las tensiones de su tiempo: la fe católica como motor de acción, la ambición personal en un mundo de oportunidades y el conflicto con un sistema que exigía obediencia absoluta. Su valentía y visión fundadora dejaron un legado duradero en Chile y Argentina, pero su arrogancia y desafíos a la autoridad lo llevaron a un final humillante.

Francisco de Aguirre Meneses (1508-1581), nacido en Talavera de la Reina, España, fue un conquistador español cuya vida refleja las ambiciones, contradicciones y complejidades de la era de la conqu…

Barón Biza, con su temperamento heredado y su entorno opulento, optó por un sendero de excesos que marcó no solo su vida...
02/08/2025

Barón Biza, con su temperamento heredado y su entorno opulento, optó por un sendero de excesos que marcó no solo su vida, sino también la de su familia. Su existencia ilustra cómo el privilegio, combinado con elecciones personales destructivas, puede conducir a la autodestrucción, dejando un legado que es tanto una advertencia como un enigma.

Raúl Carlos Barón Biza fue una figura controvertida en la historia argentina del siglo XX, marcada por su herencia millonaria, su incursión en la política, su producción literaria provocadora y una…

Hola a todos. Los invito a disfrutar de "Viruta", una película documental que realicé después de 25 años de investigació...
14/06/2025

Hola a todos. Los invito a disfrutar de "Viruta", una película documental que realicé después de 25 años de investigación acerca de la vida de mis ancestros, la búsqueda de familia en el mundo, y la confección de mi propio árbol genealógico. Espero que les guste. Muchísimas gracias.

Otilia Shifres

Película documental, realizada entre los meses de Abril de 2023 y Abril de 2024, basada en la investigación de 25 años acerca de los ancestros de Otilia Shif...

Buenos Aires, 1634. El sol ardía sobre el Río de la Plata, un espejo de aguas inquietas que lamía las orillas fangosas d...
01/05/2025

Buenos Aires, 1634. El sol ardía sobre el Río de la Plata, un espejo de aguas inquietas que lamía las orillas fangosas de una ciudad aún en formación. El puerto era un caos de carretas, gritos de marineros y el crujir de cuerdas que anunciaban la llegada de un navío portugués, su casco maltrecho por la travesía atlántica. Entre los pasajeros que desembarcaban, un joven de mirada esquiva, Juan Rodríguez de Estela, pisaba la tierra americana con el corazón latiendo entre la esperanza y el terror. A sus veinte años, dejaba atrás Lisboa, donde la Inquisición acechaba a los de su estirpe sefardí como un lobo hambriento.

"Escritos al viento" de Alfonso M. Beccar Varela es un blog personal que mezcla reflexiones críticas sobre política, religión y sociedad con memorias familiares y defensa de valores cristianos y tradicionales, lamentando la decadencia de la civilización occidental en general y Argentina en parti...

Los Cinco de la Cruz: Una Odisea por la Fe y la TierraEl sol ardía con furia sobre la llanura santiagueña, un disco de f...
13/03/2025

Los Cinco de la Cruz: Una Odisea por la Fe y la Tierra

El sol ardía con furia sobre la llanura santiagueña, un disco de fuego que parecía castigar la tierra reseca del Tucumán en aquel verano de 1553. Santiago del Estero, apenas un puñado de chozas de adobe y madera, se alzaba como un espejismo en medio de la vastedad, rodeada por la selva espesa de los juríes y el polvo que el viento levantaba en remolinos. El río Dulce, con su cauce perezoso, serpenteaba a un costado, ofreciendo un respiro a los conquistadores que habían plantado allí sus esperanzas tras la fundación de la ciudad por Francisco de Aguirre en 1550. Pero esa esperanza, como el agua del río, se agotaba rápido. Los frailes que habían acompañado a la expedición inicial habían partido —unos por voluntad propia, otros por la fuerza de las circunstancias—, y la ausencia de clérigos había dejado a los pobladores en un estado de desamparo espiritual que pesaba más que el hambre o las fiebres.
En las calles polvorientas, bajo un cielo que parecía indiferente a sus súplicas, los vecinos de Santiago se reunían cada lunes y sábado, como si el ritual pudiera conjurar lo que les faltaba. Hombres rudos de barbas desaliñadas, mujeres con rostros curtidos por el sol, y niños de pies descalzos formaban procesiones que partían desde la iglesia —una estructura humilde de paredes desnudas y un altar improvisado— hacia las ermitas y cruces dispersas en los alrededores. Cantaban letanías con voces quebradas, alzando los ojos al cielo, rogando a Dios que les enviara sacerdotes para administrar los sacramentos. Cuando alguno moría, lo llevaban al camposanto en un cortejo de lágrimas y lamentos, los españoles cargando el cuerpo con una mezcla de duelo y desconsuelo, sus oraciones resonando en el aire seco: “Señor, ten piedad de su alma, y envíanos quien nos guíe”. Más de dos años habían pasado así, y la espera, como un yugo, los doblegaba.
Fue entonces cuando cinco hombres, movidos por un coraje que rayaba en la locura, decidieron romper el silencio de la resignación. Hernán Mexía Mirabal, Bartolomé Mansilla, Rodrigo de Quiroga, Nicolás de Garnica y Pedro de Cáceres se reunieron una noche bajo el techo de la casa del primero, una choza de adobe con un fogón humeante en el centro. Hernán, el líder natural del grupo, era un hombre de treinta y cinco años, alto y de hombros anchos, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda —recuerdo de un encuentro con los diaguitas años atrás—. Su cabello negro, ya salpicado de canas, le caía sobre la frente, y sus ojos, oscuros y fieros, brillaban con una determinación que intimidaba a quienes lo miraban. Vestía una camisa de lino desgastada y una capa de lana raída, pero su porte era el de un capitán que no se doblegaba ante nada. Bartolomé Mansilla, más joven, de unos veintiocho años, era delgado y nervudo, con una barba rala y una mirada inquieta que parecía siempre buscar algo en el horizonte. Rodrigo de Quiroga, de treinta y tres años, tenía el rostro curtido de quien ha pasado demasiadas noches al raso; su cabello castaño estaba recogido en una coleta, y su voz grave imponía respeto. Nicolás de Garnica, el más callado, era un hombre de tez pálida y manos finas, de unos treinta años, con un aire de escribano que contrastaba con su disposición a empuñar la espada. Pedro de Cáceres, el menor a sus veintiséis años, era robusto y de risa fácil, con una mata de pelo rojizo que lo hacía destacar entre los demás.
—Hermanos —dijo Hernán, su voz resonando como un tambor en la penumbra—, no podemos seguir viviendo como almas en pena, sin sacramentos, sin confesión, sin la hostia que nos redima. Si Dios no nos envía sacerdotes, iremos nosotros a buscarlos.
Los otros asintieron, aunque en los ojos de Nicolás y Pedro brilló un destello de duda. El plan era audaz: cruzar los Andes, esa muralla de picos nevados y vientos helados, hasta el reino de Chile, donde se decía que en La Serena había clérigos dispuestos a servir. Era un viaje de meses, tal vez de muerte, a través de tierras hostiles pobladas por indios alzados y senderos traicioneros. Pero la fe, o quizás la desesperación, los empujó a actuar. Al alba del día siguiente, partieron con lo esencial: caballos flacos, unas pocas provisiones de maíz y carne seca, espadas melladas y una cruz de madera que Hernán llevaba colgada al cuello como talismán.
El camino fue un calvario desde el principio. Abandonaron las llanuras ardientes del Tucumán y se adentraron en las sierras, donde el aire se volvía más frío y el terreno más áspero. Los caballos tropezaban en los senderos pedregosos, y el viento cortaba como cuchillos. Hernán iba al frente, su capa ondeando como una bandera, mientras Bartolomé vigilaba la retaguardia, atento a cualquier sombra entre los árboles. Rodrigo, con su experiencia en las campañas de Chile, marcaba el rumbo, guiándose por las estrellas y los picos que se alzaban como gigantes dormidos. Nicolás y Pedro, menos curtidos, seguían en silencio, sus rostros pálidos por el esfuerzo y el hambre.
Cuando llegaron a los pies de la cordillera, el paisaje cambió brutalmente. Los Andes se erguían ante ellos, fragosos y tempestuosos, con cumbres cubiertas de nieve que reflejaban un sol implacable. El ascenso fue una prueba de resistencia: las botas se hundían en la nieve, el aliento se congelaba en el aire, y las manos se agarrotaban al aferrarse a las rocas. “Nieves, fríos y hambres”, como lo describiría después Santos Blasquez, un testigo que recogió sus palabras, los acosaban sin tregua. Los indios de la zona, belicosos y alertas, los observaban desde las alturas, flechas listas en sus arcos. En un paso estrecho, una emboscada los sorprendió: una lluvia de piedras y gritos salvajes cayó sobre ellos. Hernán desenvainó su espada y cargó contra los atacantes, su figura imponente dispersándolos como hojas al viento, mientras Rodrigo y Bartolomé cubrían los flancos. Nicolás, herido en un brazo por una piedra, apretó los dientes y siguió adelante; Pedro, con un corte en la pierna, cojeaba pero no se detenía.
Al cruzar al otro lado de la cordillera, en las tierras áridas de Copiapó, los indios alzados les cerraron el paso. Eran cientos, pintados con ocre y armados con lanzas, un muro humano que parecía infranqueable. El desánimo se apoderó del grupo. Nicolás, con la voz temblorosa, murmuró:
—Tal vez debiéramos volver. Esto es una locura.
Pedro asintió, sus ojos fijos en el horizonte santiagueño que habían dejado atrás. Pero Hernán, con el rostro endurecido por la resolución, dio un paso al frente.
—¡No! —rugió—. Hemos cruzado los Andes, hemos desafiado la muerte. Si retrocedemos ahora, todo habrá sido en vano. Yo iré solo si es necesario.
Y sin esperar respuesta, avanzó hacia los indios, su espada en alto, la cruz en el pecho brillando bajo el sol. Fue un gesto temerario, casi suicida, pero algo en su audacia —o en la ayuda divina que luego jurarían haber sentido— desconcertó a los nativos, que retrocedieron lo suficiente para abrir un pasillo. Los otros cuatro, avergonzados y galvanizados, lo siguieron, y tras días de marcha agotadora llegaron a La Serena, un asentamiento español al borde del océano Pacífico, donde las olas rompían contra las rocas con un rugido ensordecedor.
Allí encontraron al padre Juan Cidrón, un clérigo de unos cuarenta años, de rostro enjuto y barba recortada, con ojos hundidos que parecían haber visto demasiado. Vestía una sotana gastada y llevaba un crucifijo de plata al cuello. Al escuchar su historia, aceptó acompañarlos sin dudarlo.
—No puedo dejar a esos cristianos sin sacramentos —dijo con voz serena—. Dios me ha puesto en su camino.
Pero los cinco no regresaron con las manos vacías. Conscientes de que la fe sola no sostiene la vida, trajeron desde La Serena semillas de trigo y cebada, plantas de vid, esquejes de árboles frutales, algodón para tejer, y un pequeño rebaño de ovejas, vacas y yeguas que habían comprado a un colono local, Diego de Rojas, un hombre de barba gris y manos callosas que había servido bajo Pedro de Valdivia. Era la primera vez que tales bienes llegaban al Tucumán, un regalo tan terrenal como espiritual para una tierra hambrienta de progreso.
El viaje de regreso fue igual de arduo, pero la presencia del padre Cidrón, que rezaba el rosario en voz baja mientras caminaba, les dio fuerzas. Tras meses de travesía, con los Andes nuevamente desafiándolos y los indios acechándolos desde las sombras, llegaron a Santiago del Estero en el otoño de 1554. Los vecinos los recibieron con lágrimas y gritos de júbilo, arrodillándose ante el sacerdote como si fuera un enviado celestial. El padre Cidrón celebró la primera misa en meses bajo el techo de la iglesia, su voz resonando con el “Dominus vobiscum” mientras los conquistadores, agotados pero radiantes, se confesaban y comulgaban por fin.
Hernán Mexía Mirabal, de pie junto al altar, sintió que el peso de la cruz en su pecho se aligeraba. Bartolomé Mansilla, con una sonrisa cansada, ayudó a descargar las semillas y el ganado. Rodrigo de Quiroga, siempre práctico, organizó a los hombres para sembrar el trigo y la cebada en las tierras cercanas al río. Nicolás de Garnica, con el brazo aún vendado, escribió una carta al gobernador Francisco de Aguirre relatando la hazaña. Pedro de Cáceres, cojeando pero riendo, repartió el algodón entre las mujeres, que pronto tejerían mantas y camisetas para cubrirse del frío.
A partir de entonces, Santiago del Estero cambió. Las “mansas actividades agropecuarias”, como las llamó Santos Blasquez, se sumaron a los fieros arrestos de la guerra. Los campos se llenaron de trigo dorado y cebada verde, las viñas comenzaron a trepar por las laderas, y el ganado pastaba en las llanuras. La ciudad, antes un puesto precario, se convirtió en un núcleo de cultura que conectaba el Tucumán con el Perú y Chile, un puente entre mundos que debía su existencia a aquellos cinco hombres y su fe inquebrantable. Hernán, Bartolomé, Rodrigo, Nicolás y Pedro no buscaban gloria personal —aunque esperaban, como todo conquistador, que la Corona les recompensara con tierras o encomiendas—, sino la supervivencia de su pueblo, tanto en el alma como en el cuerpo.
El contexto histórico era tan vasto como el territorio que pisaban. En 1553, el Virreinato del Perú, bajo el mando de hombres como Vaca de Castro y La Gasca, era el eje de la conquista española en América del Sur. En Chile, Pedro de Valdivia y García Hurtado de Mendoza consolidaban su dominio, mientras en el Tucumán, Francisco de Aguirre, un hombre de barba espesa y voluntad de hierro, fundaba ciudades como puntos fortificados contra los indios salvajes. Más al norte, en Charcas, el oidor Juan de Matienzo trazaba planes para someter a los nativos, y en Lima, el virrey Francisco de Toledo diseñaba estrategias que abarcaban millones de kilómetros cuadrados. Estos eran los estrategas, los “creadores intelectuales” de un imperio que, como diría Levillier, no era fruto del azar, sino de una visión coherente para incorporar estas tierras a la civilización occidental.
Pero en el terreno, eran hombres como Hernán Mexía Mirabal los que daban vida a esos planes. No eran eruditos ni cortesanos, sino capitanes curtidos, “a su costa y misión”, que arriesgaban todo por el “real servicio”. Sin ciudades como Santiago del Estero, como bien señaló Romualdo Ardissone, los españoles se habrían barbarizado, absorbidos por la selva y los indios. La convivencia, el roce con los semejantes, salvó su cultura europea, permitiéndoles educar a los nativos y mantener su superioridad. Las ciudades eran faros en la oscuridad, y los cinco de Santiago habían encendido uno con su viaje.
Años después, cuando el padre Cidrón murió en 1565, tras una fiebre que lo consumió en semanas, los vecinos recordaron a aquellos cinco con reverencia. Hernán Mexía Mirabal, ya anciano, murió en 1578, rodeado de nietos que jugaban entre las viñas que él había plantado. Bartolomé Mansilla falleció en 1569, tras una escaramuza con los lules, dejando un hijo que heredó su espada. Rodrigo de Quiroga, ascendido a teniente gobernador en Chile, vivió hasta 1580, su nombre grabado en los anales de la conquista. Nicolás de Garnica se retiró a Charcas en 1562, donde murió en 1570 como escribano de la Audiencia. Pedro de Cáceres, el más joven, sobrevivió hasta 1585, convertido en un próspero ganadero en el Tucumán.
Y así, mientras el trigo crecía y las campanas de la iglesia repicaban, la hazaña de los cinco quedó grabada en la memoria de Santiago del Estero, no como leyenda hagiográfica ni novela de caballería, sino como un testimonio vivo de fe, coraje y sacrificio. En cada manta de algodón, en cada racimo de uvas, en cada rebaño que pastaba bajo el sol ardiente, estaba la huella de aquellos hombres que cruzaron los Andes para traer no solo un sacerdote, sino un futuro.

--------------

Esta es una serie de cuentos que se basan en personajes y episodios reales. Fueron escritos por Grok, usando el estilo de Alfonso Beccar Varela. Detalles y personajes ficticios pueden haber sido agregados para ayudar la narrativa. Los textos originales que fueron usados como inspiración se pueden encontrar las fichas respectivas en www.GenealogiaFamiliar.net.

Las silenciosas heroínas de la Independencia: un homenaje a la mujer argentina en su hogarEn estos días de ruido y confu...
11/03/2025

Las silenciosas heroínas de la Independencia: un homenaje a la mujer argentina en su hogar

En estos días de ruido y confusión, donde la modernidad nos arrastra hacia un torbellino de consignas vacías y modas pasajeras, vale la pena detenernos a contemplar con admiración a aquellas mujeres argentinas que, entre 1810 y 1830, durante las turbulentas guerras de la Independencia, eligieron quedarse en sus casas, fieles a su vocación de madres y esposas. Lejos de los campos de batalla, lejos de las proclamas altisonantes y las glorias públicas, estas mujeres sostuvieron con su callada fortaleza el alma de una nación que luchaba por nacer. Y sin embargo, hoy, en un mundo obsesionado con alabar a la mujer solo en la medida en que imita al hombre, su legado parece condenado al olvido o, peor aún, al desprecio.

No se trata aquí de negar el coraje de aquellas que, como Juana Azurduy o María Remedios del Valle, tomaron las armas y enfrentaron al enemigo con una bravura que avergüenza a muchos hombres. Su heroicidad es innegable y merece su lugar en la historia. Pero reducir la grandeza femenina a esos episodios excepcionales es un error que empobrece nuestra comprensión de lo que significa ser mujer y, más aún, ser mujer argentina. Porque mientras los tambores de la guerra resonaban en Tucumán, en Salta o en el Alto Perú, eran las madres y esposas en sus hogares las que, con su labor silenciosa, aseguraban que hubiera un pueblo por el cual luchar, un hogar al que volver, una patria que no se desmoronara en el caos.

Imaginen por un momento a esas mujeres de principios del siglo XIX: sin los lujos de la modernidad, sin las comodidades que hoy damos por sentadas, enfrentando la incertidumbre de un esposo o un hijo que partía al frente, tal vez para no regresar. En sus manos recaía la tarea de criar a los niños, de mantener viva la fe, de administrar los escasos recursos de una economía de guerra. Eran ellas quienes, con sus rezos nocturnos, sostenían la esperanza; quienes, con sus manos curtidas, remendaban ropas, cocinaban con lo poco que había y enseñaban a sus hijos los valores que luego harían de la Argentina una nación digna. ¿No es esto heroicidad? ¿No es esto un triunfo tan grande o mayor que el de blandir un sable?

Y sin embargo, hoy, la moda "progresista" nos dice que estas mujeres no cuentan. Nos insiste en que la mujer solo merece ser celebrada si abandona su hogar, si compite con el hombre en sus propios terrenos, si se "empodera" —palabra hueca y manoseada— triunfando en profesiones que durante siglos fueron dominadas por varones. Nos venden la idea de que ser madre, esposa o ama de casa es una forma de servidumbre, una traición a la "igualdad", cuando en realidad es el fundamento mismo de toda sociedad que aspire a perdurar. Esta moda moderna, con su desprecio por lo femenino auténtico, no solo deshonra a aquellas mujeres de la Independencia, sino que nos roba a todos la posibilidad de reconocer la grandeza que reside en lo cotidiano, en lo humilde, en lo que no busca aplausos.

No niego que las mujeres puedan destacar en la política, en la ciencia o en la guerra. Pero pretender que ese sea el único estándar de valor es una aberración. ¿Acaso no vemos que, al exaltar solo a la mujer que "triunfa como hombre", estamos diciendo implícitamente que lo femenino, en sí mismo, no basta? ¿Que ser madre, criar una familia, sostener un hogar, no es digno de admiración a menos que se acompañe de un título universitario o un cargo público? Esta mentalidad, tan en boga en los círculos "ilustrados" de nuestro tiempo, es una traición a la esencia de la mujer y, en última instancia, a la esencia de la patria misma.

Volvamos la mirada a esas mujeres de 1810 a 1830. Pensemos en la esposa del gaucho que, mientras su marido cabalgaba con Güemes, se quedaba sola enfrentando la miseria, pero nunca dejaba de enseñar a sus hijos el amor por la tierra. Pensemos en la madre que, con el corazón en un puño, despedía a su hijo rumbo a la batalla de Chacabuco, y luego pasaba noches en vela rezando por su regreso. Pensemos en la viuda que, tras perderlo todo, seguía adelante con una dignidad que ningún ejército podía quebrar. Estas mujeres no buscaban medallas ni estatuas; no ambicionaban ser "iguales" a los hombres en un sentido superficial. Su fuerza estaba en su entrega, en su capacidad de amar y sacrificarse por los suyos, en su rol insustituible como guardianas del hogar y de la fe.

Contrastemos eso con el discurso actual, que nos pide "empoderamiento" a costa de todo lo que históricamente ha definido a la mujer como un ser único y complementario al hombre. Nos dicen que la igualdad se mide en cuántas mujeres ocupan cargos ejecutivos o lideran ejércitos, pero se olvidan de que la verdadera igualdad no está en borrar las diferencias, sino en reconocer que cada s**o tiene su propia grandeza. La mujer argentina de la Independencia no necesitaba imitar al hombre para ser grande; su grandeza estaba en ser ella misma, en cumplir con una misión que ningún hombre podía usurparle.

Es hora de que dejemos de tragar entero el cuento de la modernidad "woke" y sus ídolos de cartón. Honremos a esas mujeres que, desde sus hogares, fueron el cimiento de nuestra Independencia. No las midamos con la vara estrecha de una ideología que desprecia lo doméstico, sino con la gratitud que merecen quienes, sin alzar la voz, sostuvieron una nación en sus hombros. Porque si hoy podemos hablar de una Argentina libre, es en gran parte gracias a ellas, las silenciosas heroínas que no necesitaron salir de sus casas para cambiar la historia.

(Escrito por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).

Un poco de humor..."En busca del prócer perdido: Una odisea familiar argentina"En Argentina, tener un antepasado famoso ...
11/03/2025

Un poco de humor...

"En busca del prócer perdido: Una odisea familiar argentina"

En Argentina, tener un antepasado famoso es como ganarse la lotería sin comprar el billete: improbable, pero todos soñamos con ello. Mi familia no es la excepción. Hace unos años, mi tía Mabel, autoproclamada "historiadora amateur" (léase: fanática de los árboles genealógicos en Ancestry.com), decidió que era hora de desenterrar el pasado glorioso de los Fernández. “¡Seguro tenemos un prócer, un gaucho heroico o al menos un primo lejano de Gardel!”, anunció con el entusiasmo de quien encuentra un billete de cien en un jean viejo. El resto de la familia, entre asados y mateadas, la seguimos en esta cruzada épica, convencidos de que nuestro ADN escondía algo más que una pasión desmedida por el dulce de leche.

El primer indicio de que nuestras expectativas eran un poco altas vino cuando Mabel, tras semanas de investigación, llegó con un cuaderno lleno de garabatos y una expresión de arqueóloga frustrada. “Encontré a tu tatarabuelo, Don Anselmo Fernández”, dijo, intentando sonar solemne. “¿Y qué hizo?”, preguntó mi primo Luis, imaginando a Anselmo cabalgando con San Martín por los Andes. “Era… comerciante. Vendía botones en un pueblo de Entre Ríos”. Silencio. “¿Botones?”, dijo mi madre, como si le acabaran de confesar que el fernét no lleva alcohol. “Sí, botones. Y algunos cordones, parece. No está claro si le iba bien o no”. Así empezó nuestra odisea: un linaje de vendedores de baratijas en lugar de libertadores de América.

Pero Mabel no se rindió. “¡Tiene que haber más!”, insistió, y seguimos escarbando. El siguiente hallazgo fue Don Rufino, bisabuelo de mi abuelo, un “próspero negociante” según un registro polvoriento de 1890. “¡Acá está!”, gritó mi tío Jorge, ya saboreando el prestigio. Resultó que Rufino tenía una tiendita en el mercado de La Plata donde vendía ollas abolladas y cucharones de madera. “Próspero” era un eufemismo: el hombre vivía con seis hijos en una casita de adobe y su mayor logro fue no quebrar cuando se puso de moda el aluminio. Mi hermana Florencia, que soñaba con un antepasado artista o revolucionario, se lamentó: “¿O sea que nuestro legado es una olla con un agujero?”. “Y un cucharón torcido”, agregó mi primo, siempre servicial.

La cosa se puso aún más tragicómica con Doña Petrona —no la de las recetas, sino una tatarabuela homónima que, según Mabel, “tenía potencial”. Petrona resultó ser una verdulera de Avellaneda que, en sus ratos libres, revendía zapallos a precio de oro durante una sequía. “¡Eso es emprendedurismo!”, defendió Mabel, mientras mi padre murmuraba que era más bien “aprovecharse del hambre ajeno”. De prócer, nada; de astuta, un montón. Pero ni un mísero poema o una carga en la Batalla de Cepeda para salvar el honor familiar.

Llegados a este punto, la familia estaba dividida. Algunos, como mi madre, querían abandonar la búsqueda y aceptar que éramos descendientes de una larga línea de mediocres con talento para sobrevivir. Otros, como Mabel y Luis, seguían aferrados a la idea de que en algún rincón del árbol genealógico aparecería un Fernández con un sable en la mano o una pluma en la historia. “¡Tiene que haber un error!”, decía Mabel, revisando los mismos documentos por décima vez. “Capaz que Anselmo vendía botones a los soldados de Rosas, ¿no?”. “Sí, Mabel, y seguro Rufino les cocinaba fideos con esas ollas rotas”, retrucó mi padre, ya harto.

Justo cuando pensábamos que nuestro destino era ser eternos plebeyos del comercio menor, Mabel dio un grito que casi vuelca el mate: “¡Lo encontré! ¡Un antepasado español!”. Resulta que, rastreando más allá del charco, dimos con un tal Don Gonzalo Fernández de la Vega, un hidalgo de poca m***a en Castilla, allá por el siglo XIII. Y aquí viene lo mejor: según un documento dudoso que Mabel jura que es legítimo (aunque parecía escrito con birome en un bar de Madrid), Gonzalo podría —remarco el “podría”— ser descendiente lejano de Carlomagno, el mismísimo emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. “¡Somos de la realeza europea!”, exclamó Mabel, mientras mi tío Jorge ya se imaginaba con una corona y mi madre buscaba en Google si Carlomagno tenía algo que ver con el choripán.

De pronto, el linaje de botones, ollas y zapallos quedó sepultado bajo una avalancha de delirio aristocrático. Mi primo Luis empezó a saludar a los vecinos con un “Buenos días, plebeyos” que desconcertaba a Doña Rosa, la de la verdulería de la esquina. Mi hermana Florencia, que antes renegaba de las ollas abolladas, ahora se paseaba diciendo que teníamos “sangre imperial” y que el asado del domingo debía incluir un brindis “por el emperador”. Hasta mi padre, el escéptico, se dejó llevar y empezó a mirar con desdén al vecino Carlitos, un tipo humilde que —según él— “no tiene linaje ni para vender zapatillas truchas”.

Ahora, en cada reunión familiar, sacamos a relucir a Don Gonzalo y su supuesto lazo con Carlomagno como si fuéramos los Medici del conurbano. Los vecinos, que antes nos pedían fiado el carbón para el asado, ahora son tratados con una condescendencia digna de Versalles. “Pobre gente, no saben lo que es tener historia”, dice Mabel, mientras sirve el mate con un aire de duquesa. Claro que nadie menciona que el 99% de nuestro árbol genealógico sigue siendo una galería de comerciantes mediocres, ni que el tal Gonzalo probablemente era un vago que se inventó lo de Carlomagno para impresionar en la taberna. Pero ¿qué importa? En Argentina, un rumor de grandeza basta para sentirse superior, aunque sea mientras se enfría el chorizo en la parrilla.

Así que brindamos por Don Anselmo, Don Rufino, Doña Petrona y, sobre todo, por el ilustre Gonzalo, nuestro boleto dorado a la fantasía imperial. Porque si algo sabemos los Fernández, es que no hay nada más noble que creerse la mentira hasta el final.

(Escrito for Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).

Address


Alerts

Be the first to know and let us send you an email when Genealogía Familiar Argentina posts news and promotions. Your email address will not be used for any other purpose, and you can unsubscribe at any time.

Contact The Practice

Send a message to Genealogía Familiar Argentina:

  • Want your practice to be the top-listed Clinic?

Share

Share on Facebook Share on Twitter Share on LinkedIn
Share on Pinterest Share on Reddit Share via Email
Share on WhatsApp Share on Instagram Share on Telegram