28/12/2025
Escribir en tiempos de desinteligencia Humana
Por Martín Smud
Tuve la suerte de escribir antes de la inteligencia artificial que nunca es una sola (debería llamarse inteligencias artificiales (IAs.) a diferencia de la inteligencia humana en singular). Tome la lapicera, luego la máquina de escribir y no tuve más remedio que expiar mi vida en el teclado de computadora cuando, a pesar de los cambios, escribir implicaba búsqueda, esfuerzo, equivocaciones. Cuando los errores ortográficos no se corregían solos y las palabras no aparecían al primer intento. Cuando las frases se resistían, se reescribían una y otra vez, sin garantizar final satisfactorio. Borges, sostenía con mucho sentido común que escribir, ante todo, era un corregir infinito.
Había en ese deambular de palabras, frases, sentimientos, historias algo persistente y opaco. Un tiempo lento. La sensación de que escribir no era expresar lo que uno ya sabía, sino producir algo que todavía no existía. Algo que, en el mejor de los casos, terminaba siendo distinto de uno mismo. Escribir no como respuesta a un pedido sino como desplazamientos, fugas de un no saber.
Ese esfuerzo (el de hacer que la mano escriba, que el cerebro escriba y que el texto se vuelva algo autónomo) no guardaba ninguna relación con la facilidad con la que hoy producen textos las inteligencias artificiales. No se trata de oponer humanidad a tecnología ni de establecer axiologías comparativas. Se trata de reconocer que son operaciones distintas. En una, el texto es resultado; en la otra, proceso. En una, la eficacia ocupa el centro; en la otra, el andar es deriva.
He tenido, y puedo decirlo ya cerca de los sesenta años, la posibilidad de escribir exponiéndome a riesgos. Escribir sin garantías, sin atajos, sin la promesa de que el resultado se parezca a ninguna intención previa. Escribir desde la incomodidad de no saber si eso que aparecía en la página era lo que uno quería decir o apenas lo que pudo decir o quizás aquello que no pudo evitar.
Hoy asistimos a un tiempo inédito en la historia de la humanidad. No solo se discute el derecho de autor, su estatuto jurídico o la supervivencia económica del trabajador intelectual. Se discute algo más radical: la figura misma del autor, la idea de una voz identificable, de una firma que garantice origen y responsabilidad. Tal vez no sea exagerado hablar también de la muerte del escritor, al menos tal como lo conocimos.
Pocos, de ahora en adelante van a conocer hoy ese sempiterno miedo a la hoja en blanco, ni las tribulaciones de una mano dubitativa, ni la lucha continua contra la primera persona autobiográfica o el debate contra el peso del tecnicismo y del academicismo propio de cada “ser profesional”. Hoy parece sólo quedar en el centro de la nueva era, apenas, la chispa creadora. La inteligencia artificial la necesita, para modelarla a su “gusto”, ordenarla, pulirla, expandirla, escribir sin errores y con extrema comprensión. Estas nuevas formas de escrituras, que lo son, destruyen muchas tradiciones, historias, subjetividades, pero dejan en pie, algo que no pueden producir por sí solas: el deseo de decir algo, de dejar marcas, en la historia, en la piedra, en la nada.
Y entonces, a pesar de la pérdida, algo se reencuentra en estos tiempos tan aciagos y desinteligentes. Las voces humanas debaten con sonidos guturales como el ser prehistórico, mientras los resultados veloces e incontrastables de las IAs. los reconfiguran. Esos debates humanos vuelven a chocar unos con otras, se contradicen, se superponen, se silencian, se reprimen. No hay armonía garantizada ni síntesis final en esta era de la desinteligencia humana sino ruido, fricción, tension y, por supuesto, una funcionalidad y enriquecimiento (no solo en dinero) de una derecha concéntrica, impúdica y cruel que concentra el poder de las corporaciones junto a la estupidez bien formateada de la desinteligencia humana. Los que tienen en sus manos la diagramación de la IAs. no se preguntan acerca del destino y la ética humana. Lo peor que puede ocurrirnos no es la confusión entre humano y máquina sino el silencio en debates que son furibundos en este comienzo del siglo XXI donde se juega a cara o cruz la suerte del ser cachorro humano.
¿Qué queda del antes y qué quedará del después? No hay respuestas cerradas. Cada época redefine sus formas de producción simbólica y sus mitologías. Pero algo persiste incluso cuando todo lo demás se desarma: el deseo de escribir.
Ya no como identidad, ni como oficio asegurado, ni como lugar social estable: el deseo de escritura persiste. Escribir aun sabiendo que la autoría se vuelve difusa, que la firma pierde espesor, que el mundo ya no espera lo mismo de quien escribe. Tal vez hoy escribir no consista en competir con la velocidad de las máquinas sino en insistir en otra temporalidad. Una más torpe, más lenta, menos eficiente. Escribir no para demostrar algo sino para seguir pensando. No para afirmarse, sino para desplazarse. Eso sigue siendo nuestro resto del gesto humano inmemorial.