29/05/2025
💬 Reflexión: Cuando querer no alcanza, pero enseña
A veces nos pasa que queremos a alguien con el corazón abierto. Con la ilusión intacta. Con una honestidad que nos emociona. Queremos bonito. Queremos con respeto, con cuidado, con entrega. Y creemos —porque lo sentimos, o porque lo interpretamos en los gestos del otro— que ese cariño es recíproco. Que algo nos une más allá de lo dicho. Que hay un lazo naciendo.
Y entonces confiamos. Nos abrimos. Damos pasos que para nosotros significan mucho: visitamos, compartimos, nos desnudamos un poco (a veces el cuerpo, a veces el alma). Todo con la esperanza de que al otro le pase algo parecido. Que se esté gestando un vínculo.
Pero a veces, no.
A veces el otro está en otro momento, en otra búsqueda. A veces no puede, no sabe, no quiere igual.
Y eso duele.
Duele especialmente cuando sentís que lo que diste fue limpio. Que no te movía el deseo fugaz ni la estrategia. Que no buscabas ganar, sino compartir. Que no ibas a usar, sino a vincularte.
Desde el acompañamiento terapéutico, esto lo vemos muchas veces. Personas que aman con intensidad, con nobleza, con profundidad… y que sin embargo se quedan solas en ese amor. No porque hicieron algo mal, sino porque el otro simplemente no estaba listo o no podía verlos del modo en que necesitaban.
Ahí hay una gran lección: no todo lo que damos vuelve de la forma en que lo dimos. Y aún así, vale la pena haberlo dado.
Pero también hay algo importante que se aprende en ese proceso:
Que el amor no puede ser solo implícito.
Que el silencio no siempre protege: a veces confunde.
Que decir lo que sentimos, a tiempo, puede doler… pero evita dolores mayores después.
Que esperar que el otro adivine, interprete o cambie, nos desgasta más que poner en palabras lo que nos pasa.
Y tal vez, lo más difícil de todo: que no alcanza con querer bien a alguien. Primero hay que aprender a quererse bien a uno mismo.
Porque cuando no nos elegimos, cuando priorizamos que el otro se quede antes que cuidar nuestra propia dignidad, nos volvemos invisibles para nosotros mismos. Permitimos malos tratos. Justificamos lo que no deberíamos tolerar. Y confundimos amor con apego, deseo con merecimiento, ilusión con reciprocidad.
Pero cuando nos elegimos, cambia todo.
Ya no rogamos afecto. Ya no insistimos donde no nos abren la puerta. Ya no esperamos migajas cuando sabemos lo que valemos.
Y aunque duela, podemos soltar.
No desde el rencor. No desde la bronca.
Desde el amor.
Desde la comprensión de que el otro también está en su propio proceso, con sus propios miedos, con su modo de vincularse, con sus errores también.
Porque perdonar no es olvidar.
Perdonar es dejar de cargar con lo que no era nuestro.
Y si un día esa persona vuelve, ya no nos encuentra igual.
Nos encuentra más enteros.
Nos encuentra sabiendo que merecemos un amor que no duela tanto.
Y si no vuelve, no pasa nada. Porque nos tenemos a nosotros. Y eso, en el fondo, es lo único que no se nos puede romper.