22/09/2024
Recuerdo que al inicio de mi práctica espiritual ocurrieron eventos que, 38 años después, siguen siendo el motor de mi vida espiritual.
En mi dietética llegaron unos libros que puse a la venta con cierta urgencia. Todos los días pasaba cerca del estante de los libros y siempre mi vista se desviaba hacia uno de ellos, con tapas de color azul y rosa viejo. Un día decidí tomarlo y hojearlo con cuidado para no dañar su lomo y sus hojas, así podría venderlo luego. Eran los años 80 y los libros aún eran un tesoro incalculable.
Al abrir el libro por el centro, vi una foto de una mujer con rostro calmo y una hermosa sonrisa. Al pie de la foto aparecía una inscripción que decía “La última sonrisa”. Pasé por un mar de sensaciones y se me corrieron las lágrimas sin saber por qué. Decidí que ese libro sería mío y lo saqué del exhibidor para comenzar a leerlo.
Un día, durante la siesta, me vi en el desierto sentado sobre mis talones en posición de seiza, como solía hacerlo en mis clases de karate. Frente a mí estaba una persona conocida, Raúl, también sentado en seiza y ambos vestidos de negro. Acostado y con la cabeza a mi izquierda estaba mi propio cuerpo. Lo que más recuerdo es que Raúl me mostraba una piedrita y decía: “Ves, así hay que llenarlo”, y ponía la piedra en el ojo de mi cuerpo acostado. Al entrar la piedra en el ojo, sentía que caía en un abismo insondable. Repetía la frase y el abismo una y otra vez, hasta que en algún momento me desperté de ese sueño tan lúcido y real.
Luego fui a trabajar y a mis actividades de teatro y karate, algo común en esos días jóvenes. Al llegar a casa, mi pareja me comentó que a la dietética había llegado un señor que quería invitarme a su casa para hablar un poco. Me dio un papelito con su número de teléfono y su nombre: “Raúl”. Sentí una tremenda ansiedad por llamarlo, especialmente por el sueño que había tenido aquella tarde.
Al estar en casa de Raúl, comenzamos a hablar de nuestras inquietudes y de sus planes de dar charlas sobre meditación. Me preguntó si estaba dispuesto a aprender a meditar. Le dije que sí y comenzó a explicarme cómo repetir el mantra “OM”. Mientras lo explicaba, unía sus dedos índice, mayor y pulgar en un movimiento hacia adelante y soltaba los tres dedos. Dicho movimiento me recordó el sueño que había tenido horas atrás.
Ahí aprendí cómo prepararme para la meditación, cómo aquietar mis pensamientos y sentir la paz interior. Esa noche tenía una sorpresa más. Raúl me comentó que tenía un maestro, un Guru, aquel que ayuda a quitarnos el velo de la oscuridad. Gran sorpresa fue la mía al descubrir que su maestro era el mismo que yo vi en la foto del libro que aún no había comenzado a leer. El nombre de ese Maestro espiritual es Paramahansa Yogananda.
De más está decir que en mi corazón él también fue mi maestro y que, 38 años después, aún lo es y así seguirá por el resto de mis vidas.