12/10/2025
Hay momentos en los que el deseo de vivir se vuelve tan tenue que solo algo externo logra sostenerlo. Un animal, una planta, una rutina mínima, una responsabilidad pequeña pero concreta: aquello que obliga a levantarse, aunque no haya fuerzas.
A veces la pulsión de vida no nace de uno mismo, sino del lazo con algo o alguien que depende de nosotros. Esa mínima exigencia externa se convierte en una forma de anclaje psíquico, un hilo que impide que todo se desarme. Cuidar al otro —aunque sea un perro, una planta o un gesto cotidiano— se vuelve, paradójicamente, una forma de seguir habitando el mundo.
En la depresión, cuando el yo se retrae y el deseo se apaga, el acto de cuidar introduce una fisura: una pequeña apertura hacia lo vital. No se trata solo de dar, sino de recordar que aún hay algo que puede ser sostenido. Ese vínculo, aparentemente simple, puede volverse un punto de apoyo simbólico desde el cual empezar a reconstruir el sentido.
A veces no se trata de grandes decisiones, sino de ese gesto silencioso: levantarse para alimentar a otro ser y, en ese mismo movimiento, alimentar —sin saberlo— la propia posibilidad de volver a estar vivo.