psicologacamilavarea

psicologacamilavarea • Lic. En Psicología
• Psicóloga Laboral
• Aptos Psicológicos
• Orientación Vocacional

12/10/2025

Hay momentos en los que el deseo de vivir se vuelve tan tenue que solo algo externo logra sostenerlo. Un animal, una planta, una rutina mínima, una responsabilidad pequeña pero concreta: aquello que obliga a levantarse, aunque no haya fuerzas.

A veces la pulsión de vida no nace de uno mismo, sino del lazo con algo o alguien que depende de nosotros. Esa mínima exigencia externa se convierte en una forma de anclaje psíquico, un hilo que impide que todo se desarme. Cuidar al otro —aunque sea un perro, una planta o un gesto cotidiano— se vuelve, paradójicamente, una forma de seguir habitando el mundo.

En la depresión, cuando el yo se retrae y el deseo se apaga, el acto de cuidar introduce una fisura: una pequeña apertura hacia lo vital. No se trata solo de dar, sino de recordar que aún hay algo que puede ser sostenido. Ese vínculo, aparentemente simple, puede volverse un punto de apoyo simbólico desde el cual empezar a reconstruir el sentido.

A veces no se trata de grandes decisiones, sino de ese gesto silencioso: levantarse para alimentar a otro ser y, en ese mismo movimiento, alimentar —sin saberlo— la propia posibilidad de volver a estar vivo.

12/10/2025

Hay momentos en los que el día se vuelve demasiado largo.
Despertar se siente como una carga, y dormir, como el único refugio posible. No es pereza, ni desinterés por la vida: es agotamiento del alma. Es el cuerpo diciendo que ya no puede sostener tanta exigencia de existir cuando nada parece tener sentido.

Ese estado no aparece de un día para otro. Es el resultado de un sufrimiento que se acumula, de la repetición de vínculos, contextos o pensamientos que van erosionando el deseo. Cuando el dolor se vuelve crónico, el mundo pierde textura: las cosas ya no duelen tanto, pero tampoco emocionan. Lo que queda es un vacío silencioso donde solo el descanso parece ofrecer alivio.

En esos momentos, la mente busca detenerse. No quiere morir, quiere dejar de sufrir. Es importante entender esa diferencia: muchas veces lo que muere no es el deseo de vivir, sino la esperanza de encontrar un modo posible de hacerlo.

Por eso, cuando alguien dice “mi momento favorito del día era dormir”, no está hablando del sueño, sino del cansancio. Del deseo de una pausa ante la imposibilidad de seguir.
Y ahí radica la importancia del acompañamiento, de la palabra, del otro que escuche sin intentar acelerar los tiempos.
Porque la salida de ese estado no es forzar la alegría, sino poder alojar la tristeza hasta que deje de ser insoportable.

Dormir, a veces, es la única forma de seguir despierto en un mundo que duele.
Y quizás el comienzo de la cura empiece ahí: cuando alguien logra poner en palabras aquello que lo adormece por dentro

12/10/2025

Hay momentos en los que la supervivencia se vuelve una forma de vida.
No porque se elija, sino porque el entorno deja de ser un lugar habitable. Cuando alguien crece en un territorio emocionalmente hostil, la vida se reduce a resistir. Se apagan los gestos, las risas, los deseos, y lo único que queda es la cuenta regresiva hacia el sueño, ese instante donde, por unas horas, el dolor se suspende.

Desde afuera, puede parecer frialdad, distancia o falta de empatía. Pero en realidad, es la huella de un mecanismo que se activa para sobrevivir: desconectarse. Quien habita un entorno violento aprende a no sentir demasiado, a no mostrarse, a pasar inadvertido. No porque no haya sensibilidad, sino porque sentir se vuelve peligroso.

Joy lo dice con claridad: el único lazo que la mantenía en pie era su perra. Ese vínculo primario con otro ser vivo que no juzga, no exige, no hiere. En contextos de abuso o de encierro emocional, muchas veces los animales se vuelven los depositarios de lo más humano: la ternura, el cuidado, la posibilidad de un afecto sin daño. A través de ellos, uno conserva un hilo de vida que lo conecta con algo del mundo que aún puede amar.

Pero incluso escapar tiene un costo. Alejarse del lugar que lastima no siempre se siente como liberación inmediata. Implica renunciar a partes de uno mismo, dejar atrás lo que se quiso proteger, y en muchos casos, cargar con la culpa de haber elegido salvarse. Por eso, cuando ella dice “siento que me escapé de mí”, aparece el núcleo más profundo del trauma: la sensación de haberse perdido en el intento de sobrevivir.

El cuerpo se va, pero el alma tarda en alcanzar esa huida. Y es en ese desfasaje donde aparece la verdadera tarea: volver a habitarse, reconocerse en un tiempo nuevo, y aprender que la cercanía —con otros, con el mundo, con uno mismo— no se destruye para siempre, solo se adormece mientras el dolor amaina.

Reparar no es olvidar, es poder volver a sentirse a salvo dentro del propio cuerpo

12/10/2025

Hay vínculos que dejan una marca imposible de medir con la razón.
Incluso cuando uno cree haber elaborado el dolor, cuando se ha puesto palabras, distancia y comprensión, algo del lazo persiste. La muerte de un padre o de una madre, sobre todo en vínculos donde hubo tanto amor como herida, suele abrir un abismo difícil de anticipar: el cuerpo sabe antes que la mente que algo se desarma.

Porque por más elaboración que haya, el lazo originario no desaparece. Queda tejido en lo más primario del ser. Es el primer otro, aquel que nos miró —o no nos miró—, el que nos enseñó a esperar amor, aprobación, reconocimiento. Por eso, cuando muere, no solo se va una persona: se desata un conjunto de identificaciones, heridas y deseos que habían quedado suspendidos.

Joy lo dice con claridad: fue el vínculo más estrecho y, al mismo tiempo, el que más daño le hizo. Esa paradoja es el corazón de muchas historias filiales. En el amor temprano, muchas veces se tolera el daño con la esperanza de ser vistos, de ser amados como uno necesita. El niño que fuimos se aferra a esa expectativa, incluso cuando ya no hay cadenas reales que lo retengan.

La metáfora del elefante lo explica con precisión: cuando el animal es pequeño, lo atan, y aprende que no puede moverse. Luego, aun sin cuerda, sigue detenido. Así funcionan ciertas lealtades inconscientes. Son nudos psíquicos que se mantienen por costumbre afectiva, por miedo, por culpa o por una fidelidad infantil que cuesta desarmar.

El trabajo terapéutico busca justamente eso: reconocer que ya no estamos atados, que el poder del otro sobre nosotros se sostenía más en la memoria del dolor que en su presencia actual. Pero cuando ese otro muere, la cuerda se vuelve invisible y, paradójicamente, más presente que nunca.

El duelo, en estos casos, no es solo por la pérdida del padre real, sino por la pérdida de la ilusión de que algún día esa relación podría repararse. Es despedirse del deseo de que el amor venga de ese lugar.

12/10/2025

Hay vínculos que marcan una herida temprana: la del amor condicionado.
Cuando el amor se vuelve deuda, obediencia o sacrificio, el lazo deja de ser sostén y pasa a ser cautiverio. En muchos casos, ese cautiverio se disfraza de familia, de cuidado, de lo que “debería ser”.

Crecer bajo la mirada de un otro que confunde autoridad con poder absoluto deja marcas difíciles de nombrar. El abuso no siempre se ejerce desde la violencia visible; a veces se ejerce desde la culpa, el silencio o la manipulación emocional. Desde la creencia de que amar es pagar un precio.

Salir de esa trama implica un trabajo profundo: romper con la fantasía de que el amor se gana obedeciendo, y asumir que el deseo propio no necesita permiso. La terapia, en esos casos, no es solo un espacio para “entender” lo vivido, sino un proceso de restitución subjetiva: volver a encontrarse con una voz interna que fue acallada por años de mandato.

Reencontrarse con un padre o una madre abusiva no siempre es reconciliarse. A veces es poder mirar de frente aquello que antes paralizaba, recuperar lo que fue arrebatado —material o simbólicamente—, y decidir qué parte de esa historia sigue teniendo lugar en la propia vida.

El trabajo psíquico es, entonces, un acto de libertad. No se trata de olvidar ni de perdonar, sino de recuperar el derecho a decir “esto no”. A poner límite al abuso, incluso cuando viene de quien nos dio la vida.

Porque el amor, cuando es amor, no exige renuncia ni sumisión.
Y sanar, muchas veces, no es volver a lo que fue, sino animarse a construir una vida donde el afecto no duela

09/10/2025

Se amable ! No sabes que historia se esconde detrás de cada persona.

07/10/2025

Recreos ✨ Aire, paseo y que nunca te falte frenar en una plaza y subir a la hamaca 🫶 ayuda mucha a regularnos !

07/10/2025

Creer no es una cuestión religiosa, ni siquiera racional. Es un modo de sostenerse cuando el saber no alcanza, cuando el mundo no ofrece certezas y el lenguaje se queda corto.
La creencia aparece allí donde el sentido vacila: se vuelve un hilo invisible que permite no caer del todo frente a lo incierto.

Cada sujeto, de algún modo, se sostiene en algo que excede la comprobación. A veces es la confianza en otro, en un proyecto, en un gesto mínimo; otras, una idea, una palabra, una espera. Lo que llamamos fe no es ingenuidad, es la posibilidad de habitar el vacío sin llenarlo inmediatamente de explicaciones.

Creer implica concederle lugar a lo que aún no se ve, a lo que todavía no sucede.
No es esperanza pasiva ni optimismo voluntarista: es la capacidad de mantener un lazo con lo posible, incluso cuando lo posible se vuelve inverosímil.

Cuando todo parece perdido, el acto de creer no busca garantías, sino sentido.
Sostener una creencia, entonces, no es negar la realidad, sino apostar a que el dolor, el desencuentro o la falta no son el final del relato.
Es lo que permite, incluso en medio del derrumbe, seguir hablando, seguir deseando, seguir intentando.

Porque, al final, lo que mantiene con vida no es lo que ya sabemos, sino aquello en lo que —sin saber por qué— aún decidimos creer.

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