01/12/2025
Ser mamá de un niño neurodivergente
es aprender a convivir con un miedo silencioso:
el futuro.
Ese futuro que nunca viene con manual,
pero que para nosotras trae desafíos
que otras personas ni imaginan.
No por ellos.
Sino por cómo el mundo recibe sus tiempos,
sus maneras,
sus ritmos distintos.
Porque crecer, para él, no es lo mismo que para otros.
Ni más, ni menos.
Solo distinto.
Y esa diferencia, a veces, es la que asusta a los demás.
Y ahí estoy yo:
amortiguando ese temor ajeno,
una y otra vez.
“Va a aprender, solo necesita tiempo.”
“No lo apures, está procesando.”
“No está desinteresado, está observando.”
Esa defensa constante,
esa conversación que se repite,
ese intento de suavizar el mundo…
cansa.
No él:
cansa tener que explicar su modo de ser.
Y después aparece el miedo que casi nunca se dice:
¿cómo será la escuela cuando sea más grande?
¿cómo lo tratarán los que no entienden?
¿quién le explicará las reglas sociales cuando yo no esté?
¿lo cuidarán?
¿lo escucharán?
¿lo verán?
Es cargar un futuro que todavía no llegó,
pero que ya pesa.
Un futuro imaginado, amado y temido al mismo tiempo.
Porque verlo crecer es hermoso.
Profundo.
Fuerte.
Único.
Pero también es desafiante sostener ese n**o en la garganta
que aparece cuando pienso demasiado lejos.
No es queja.
No es dramatismo.
Es la verdad que vivimos muchas familias de niños neurodivergentes:
un amor inmenso,
mezclado con preguntas sin respuesta,
y con la valentía de acompañarlos
paso a paso,
día a día,
sin saltarnos nada.
Y hoy solo quería decirlo.
Porque este lado también existe,
aunque casi no se muestre.
Ro 🤍