06/10/2025
"Mi padre murió sin que nunca habláramos de verdad... pero el Reiki nos permitió decirnos todo sin palabras"
La Contadora que Ordenaba Números pero No Emociones
Me llamo Luciana. Tengo 39 años, soy contadora, vivo en Tucumán, y pasé 37 años de mi vida sin conocer realmente a mi papá.
No porque él viviera lejos. Vivíamos en la misma ciudad. Compartíamos almuerzos domingueros. Nos saludábamos en cumpleaños familiares.
Pero había una muralla invisible entre nosotros que ninguno de los dos sabía cómo derribar.
Mi papá era de esos hombres de antes. Proveedor, trabajador, responsable. Pero emocionalmente cerrado como una bóveda de banco. Nunca me dijo "te quiero". Nunca me abrazó sin razón. Cuando yo lloraba de chica, él se iba de la habitación incómodo.
Dejé de intentar conectar con él cuando tenía 15 años. Me cansé de buscar su aprobación y no encontrarla. De intentar conversaciones profundas que él desviaba hablando del clima o del dólar.
Nos resignamos a una relación cordial, superficial, segura.
Y así pasaron 22 años más.
La Llamada que Me Quebró
Era un martes de marzo del 2023. Mi celular sonó mientras revisaba un balance en el estudio contable. Era mi mamá.
"Lu, tu papá está internado. Es cáncer de páncreas. Avanzado."
Se me cayó el mate en el escritorio. El líquido verde se desparramó por todas las planillas. No me importó.
Fui directo al hospital. Mi papá estaba acostado en esa cama horrible de sanatorio, con tubos, flaco, de repente viejo.
Me miró y me dijo: "Hola, Lu. Qué garrón, ¿no?"
Así. Sin drama. Como quien comenta que llovió.
El oncólogo nos citó afuera. Tres meses, tal vez cuatro. Demasiado avanzado para cirugía. Solo cuidados paliativos.
Caminé por los pasillos del hospital sin saber hacia dónde iba. Me senté en el estacionamiento dentro de mi auto y pensé algo que me partió al medio:
"Voy a perder a mi papá sin haberlo conocido nunca de verdad."
El In****no de Intentar Forzar 37 Años en 90 Días
Intenté todo lo que se me ocurrió para conectar con él en esos primeros días.
Le escribí una carta larga contándole cosas que nunca le había dicho. Se la di. La leyó en silencio, asintió, y me dijo: "Gracias, hija. Qué bueno." Y cambió de tema.
Propuse terapia familiar. Él se negó rotundamente. "Para qué vamos a pagar a un extraño para hablar pavadas."
Intenté conversaciones directas: "Papá, ¿cómo te sentís con todo esto? ¿Tenés miedo?"
Él desviaba: "Estoy bien, Lu. No hay que dramatizar."
Mi hermano mayor me dijo: "Ya fue, Lu. Es como es. No lo vas a cambiar ahora."
Pero yo no podía aceptarlo. El tiempo se acababa y yo necesitaba algo. No sabía qué. Pero algo.
La Noche en que Entendí que Íbamos a Perdernos Para Siempre
Fue un sábado de abril. Fui a visitarlo a la casa. Mamá estaba cocinando. Papá miraba tele en el sillón, cada vez más flaco, más pálido.
Me senté al lado. Intenté otra conversación. Le hablé de un proyecto laboral. Él me escuchó distraído. Silencio incómodo.
Le pregunté por su infancia, por su papá (mi abuelo que nunca conocí). "Fue un hombre de trabajo", me dijo. Nada más.
Me levanté para irme. Lo abracé. Su cuerpo estaba rígido, incómodo con la demostración de afecto.
Manejé de vuelta a mi departamento llorando tanto que tuve que parar dos veces porque no veía la ruta.
Llegué, me tiré en el sillón, y entendí algo demoledor:
Mi papá iba a morir en menos de tres meses y nosotros íbamos a despedirnos como dos conocidos educados. Sin haber conectado nunca. Sin habernos dicho las cosas importantes.
Y no había nada que yo pudiera hacer. Porque él no sabía hablar de emociones. Y yo no sabía cómo llegar a él de otra forma.
La Conversación que Cambió Todo Sin Que Yo lo Supiera
Una semana después, almorzando con una amiga llamada Romina, le conté todo entre lágrimas en un restaurante de San Miguel.
Ella me agarró la mano y me dijo algo que sonó a locura en ese momento:
"Lu, ¿escuchaste del Reiki?"
"Sí, esas cosas de energía...", le dije sin mucho interés.
"Escuchame. Mi abuela estaba en coma antes de morir. No podíamos hablarle. Yo aprendí Reiki y le hacía sesiones todos los días. No sé si me escuchaba con la mente, pero su cuerpo respondía. Se relajaba. Una vez hasta lloró dormida. Cuando murió, yo supe que nos habíamos despedido de verdad. Más allá de las palabras."
Sus ojos se llenaron de lágrimas al contármelo.
Algo en mi pecho se abrió. Una luz pequeña en medio de la oscuridad.
"¿Vos decís que funciona aunque la otra persona no hable? ¿Aunque no quiera?"
"El Reiki no necesita palabras, Lu. Trabaja con energía. Tu papá no tiene que decirte nada. Tu energía va a hablar con la de él."
El Descubrimiento que Cambió Todo
Esa misma tarde busqué en internet. Encontré testimonios de personas que usaban Reiki en cuidados paliativos. Historias de familias que encontraban paz en procesos de muerte.
Y leí algo que me hizo llorar de esperanza:
"El Reiki trabaja en el nivel donde viven las emociones que las palabras nunca pudieron expresar. Es un lenguaje universal que trasciende el orgullo, el miedo, y la incapacidad de verbalizar."
Era exactamente lo que mi papá y yo necesitábamos.
Un idioma que ninguno de los dos sabíamos hablar pero que ambos podíamos sentir.
Me inscribí en una Maestría Completa de Reiki al día siguiente. Nivel 1, 2, 3. Modo intensivo. Estudié como desesperada. Practiqué en mí misma, en mis plantas, en todo lo que podía.
En una semana empecé el Nivel 1. En dos semanas ya estaba practicando.
La Primera Vez que Mis Manos Hablaron Por Mí
La primera sesión fue un domingo a la tarde. Fui a la casa de mis padres. Papá estaba recostado en su cama.
"Pa, ¿te puedo hacer un masaje?", le dije, mintiendo a medias.
"Bueno", me dijo, sorprendido.
Puse mis manos sobre su cabeza. Cerré los ojos. Respiré. Dejé que la energía fluyera.
No pasó nada extraordinario al principio. Pero después de cinco minutos, sentí un calor intenso en mis manos. Y algo más: una conexión profunda que no había sentido con él nunca en la vida.
A los diez minutos, escuché algo que me hizo abrir los ojos.
Mi papá estaba llorando en silencio.
Lágrimas calladas bajaban por sus mejillas. Sus ojos seguían cerrados.
No dije nada. Seguí con mis manos sobre él.
Cuando terminé, él abrió los ojos, se limpió la cara con torpeza, y me dijo:
"Gracias, hija. No sé qué me hiciste, pero me hizo bien."
No hablamos de las lágrimas. Pero ambos sabíamos que algo había pasado.
Los Últimos Dos Meses que Nunca Voy a Olvidar
Le hice Reiki todos los días durante los últimos dos meses de su vida.
Él nunca me preguntó qué era. Simplemente me esperaba. A veces me decía: "¿Hoy me hacés eso de las manos, Lu?"
En esas sesiones pasaron cosas que nunca habíamos logrado con palabras.
Él lloraba. Yo lloraba. Nos agarrábamos las manos en silencio. Una vez me acarició la cabeza mientras yo le hacía Reiki en el pecho. Fue el gesto más tierno que recibí de él en 39 años.
No hablamos de nuestro pasado. No nos pedimos perdón. No nos dijimos "te quiero" en voz alta.
Pero lo sentimos. A través de la energía. A través de esas manos que finalmente encontraron el lenguaje que las bocas nunca pudieron.
La Despedida que Sí Pude Darle
Mi papá murió un jueves de junio, en su casa, rodeado de la familia.
Yo tenía mis manos sobre su pecho cuando dio su último respiro.
Fue tranquilo. En paz. Sin miedo.
En el velorio, mi tía me dijo: "Tu papá cambió mucho estos últimos meses. Estaba más tranquilo. Más en paz."
Mi mamá me abrazó y me susurró: "Gracias por cuidarlo así, Lu. No sé qué le hacías, pero él te esperaba todos los días."
No expliqué nada. Pero yo sabía lo que había pasado.
Mi papá y yo nos habíamos dicho todo lo que necesitábamos decirnos. Sin palabras. Con energía pura. Con amor en su forma más primitiva y verdadera.
Cuando la Enfermera Confirmó lo que Yo Había Sentido
Dos semanas después del funeral, la enfermera del equipo de cuidados paliativos que atendía a mi papá me llamó.
"Luciana, quería decirte algo. Atiendo pacientes terminales hace 15 años. Tu papá tuvo una de las muertes más serenas que vi. Generalmente los pacientes con su diagnóstico sufren mucho al final. Él no. Estaba en paz. No sé qué hacías con tus manos, pero funcionó."
Esas palabras me validaron algo que yo ya sabía en mi corazón.
Las Familias que Necesitaban lo Mismo que Yo Necesité
Empecé a contarle mi historia a amigas cercanas. La cantidad de personas viviendo exactamente lo mismo fue devastadora.
Carla, cuya mamá con Alzheimer ya no la reconocía. Después de aprender Reiki, su mamá se calmaba cada vez que ella le ponía las manos.
Mónica, cuyo papá estaba en terapia intensiva post ACV. Los médicos dijeron que no despertaría. Ella le hizo Reiki tres semanas. Él despertó. Los médicos no tienen explicación.
Daniela, que tenía una relación rota con su hermano hace 10 años. Él tuvo un accidente. En el hospital, ella le hizo Reiki en silencio. Cuando despertó, él le dijo: "Gracias por quedarte". Fue el principio de la reconciliación.
Me di cuenta de algo fundamental:
Miles de familias están perdiendo a sus seres queridos sin poder conectar realmente. Porque no sabemos comunicarnos más allá de las palabras. Y las palabras, muchas veces, no alcanzan.