14/10/2021
No es raro que un buen terapeuta muchas veces no sepa qué hacer ante un paciente. Ésos suelen ser los mejores. Los que todo lo saben suelen andar perdidos en un laberinto de ideas. Pero cuando tenemos al otro a pecho abierto y en carne viva, saber que no sabemos es el principio del acompañar a vivir. Acudirá, entonces, a su modesto tablero de herramientas (pues, como decían por allí, “Quien sólo tiene un ma****lo tiende a ver todo en términos de clavos”). Aplicará la que su experiencia le diga que es la más útil. Y su propio Inconsciente, además, estará en permanente diálogo con el de su paciente, porque son ambos Inconscientes los que mejor saben hacia dónde hay que ir.
Un buen terapeuta ha de tener una vida sencilla; precisará hacer un voto de coherencia, porque el panadero da el pan, el frutero la fruta, pero el terapeuta se da a sí mismo. Será consciente de cuánto puede y cuánto no. Practicará la modestia de admitir sus limitaciones. Hablará con su paciente en palabras que el otro comprenda. Y será, esencialmente, un ser humano.
Si el paciente le preguntara: “¿Sus padres viven?”, la mayoría de los buenos terapeutas no responderán con otra pregunta, refractando: “¿Y a usted qué le parece?”. Podrá mirar a su paciente a los ojos, y decir, por ejemplo: “Mi padre sí, pero mi madre pasó por el mismo proceso de la tuya; sé lo que se siente como hijo”. El terapeuta anónimo, distante, rigurosamente ignorado por su paciente, pertenece a un paradigma que va quedando atrás. Se necesitan hombres y mujeres valientes que puedan darse a conocer a aquellos que desnudan su alma ante él.
Y llegado el final, ambos podrán mirarse frente a frente y darse un abrazo. Porque el buen terapeuta suele abrazar (aunque en la universidad muchos profesores le hayan enseñado que no). Sabe que el abrazo, el mirar a los ojos, el quedar expuesto como humano ante otro humano, no le quita nada, sino que le da.
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