30/11/2025
EL “PECADO” DE JEANNETTE JARA
El gran “pecado” de Jeannette Jara, según parte importante de la clase política y mediática chilena, no radica en sus capacidades, en su trayectoria pública ni en su desempeño como ministra del Trabajo o dirigente sindical. Lo que se le imputa, explícita o implícitamente, es algo mucho más profundo y simbólico: provenir del Partido Comunista, y no de la centro-izquierda tradicional que históricamente ha ocupado los espacios de representación institucional en Chile. Ese origen político la sitúa, para algunos sectores, como un cuerpo extraño dentro del mapa de lo posible, aun cuando su trabajo ha demostrado consistencia técnica, pragmatismo y apertura al diálogo.
En Chile, los límites de lo políticamente aceptable han sido moldeados por décadas de hegemonía neoliberal. Incluso cuando la Concertación gobernó durante veinte años, la arquitectura económica de los ochenta se mantuvo prácticamente intacta, y con ella una visión estrecha sobre quiénes pueden ejercer poder de manera legítima. La centro-izquierda chilena, pese a su diversidad interna, se estructuró alrededor de un pacto tácito: el orden heredado del modelo no se toca en lo esencial. Todo el que entre al juego debe aceptarlo. Desde ese prisma, los comunistas han sido presentados como actores disruptivos, radicales, potencialmente peligrosos. No importa si, en la práctica, sus liderazgos institucionales han actuado dentro del marco democrático, participando del Parlamento y de gobiernos de coalición. En el imaginario público persiste la idea de que el comunismo representa una alteridad incompatible con el sistema.
Por eso, cuando Jeannette Jara comienza a adquirir mayor visibilidad y proyección, aparece una resistencia que no tiene que ver con sus argumentos ni con sus prioridades programáticas, sino con su identidad política. Su principal transgresión no es su gestión; es el hecho de que una dirigente comunista pueda representar a sectores de la centro-izquierda, un espacio que algunos consideran propiedad intelectual de los partidos moderados. De ese modo, la crítica que se despliega sobre ella habla menos de Jara y más de las tensiones propias de un país que aún arrastra un pavor a cualquier discurso que desborde los márgenes fijados durante la posdictadura.
Esta reacción no puede entenderse sin examinar las huellas del anticomunismo histórico en Chile. Durante la Guerra Fría, el comunismo fue definido como una amenaza existencial. Esa narrativa fue luego instrumentalizada por la dictadura para justificar la represión, la censura y la persecución. Con el retorno a la democracia, lejos de desactivarse, dicho imaginario quedó flotando como un residuo cultural que reaparece cada vez que un liderazgo proveniente de la izquierda más crítica logra conquistar espacios institucionales. Lo que se observa en el debate sobre Jara es la persistencia de ese reflejo condicionado: una reacción defensiva que opera incluso cuando los hechos no la sostienen.
La figura de Jara cuenta con características que, en un contexto menos ideologizado, serían vistas como virtudes: trayectoria sindical, conocimiento de políticas públicas, experiencia en negociación, capacidad para articular consensos y una presencia pública sobria y orientada al trabajo. Sin embargo, esas virtudes suelen ser opacadas por el estigma ideológico que ciertas élites insisten en instalar. La crítica no se dirige a su desempeño, sino a su procedencia; es un cuestionamiento de tipo identitario. Ella encarna un origen que se considera impropio para liderar desde la moderación, pese a que -paradójicamente- su estilo ha sido más pragmático que el de muchos dirigentes de la centro-izquierda tradicional.
Este fenómeno también refleja el temor de algunos sectores a perder el monopolio simbólico de la representación progresista. Durante décadas, la centro-izquierda administró el país desde un equilibrio político que mantuvo en su núcleo una profunda desconfianza hacia la izquierda transformadora. En ese marco, la presencia del Partido Comunista era tolerada mientras se mantuviera en una posición subalterna. El ascenso de liderazgos como el de Jara perturba ese orden jerárquico, pues desplaza la frontera de quién puede hablar en nombre de un proyecto colectivo amplio. Por eso su origen político se vuelve un “pecado”: cuestiona un sentido de propiedad que algunos creían incuestionable.
El tratamiento mediático también ha jugado un rol clave en esta construcción simbólica. No es casual que cada vez que Jara impulsa reformas como la de las pensiones, ciertos medios destaquen su militancia como un elemento problemático, insinuando que sus propuestas deben leerse desde un supuesto dogmatismo ideológico. Sin embargo, lo que esos mismos medios omiten es que el debate previsional en Chile lleva décadas estancado justamente por la incapacidad de la élite política para cuestionar la estructura privatizada heredada de los años ochenta. Cuando una dirigente comunista plantea una propuesta que busca equilibrar solidaridad y sostenibilidad, lo que se juzga no es la propuesta en sí, sino la legitimidad de quien la presenta.
Este mecanismo no solo ocurre con Jara; forma parte de una lógica más amplia que opera en Chile cada vez que un liderazgo político no encaja en los márgenes del centrismo tradicional. Se despliega una retórica donde la moderación se define según el origen político del interlocutor, no según sus ideas o prácticas. En consecuencia, incluso posturas moderadas provenientes del comunismo son tratadas como radicales, mientras que posturas radicales de la derecha son presentadas como “sentido común”. Es un doble estándar que revela la estrechez del espectro político chileno, donde la etiqueta pesa más que el contenido.
El “pecado” de Jara, entonces, funciona como un síntoma. No habla de ella en particular, sino del miedo persistente de ciertos sectores a cualquier proyecto que introduzca cambios estructurales al modelo. Cuando ese temor se combina con prejuicios históricos, aparece la caricatura del comunismo como un peligro latente, aunque la evidencia muestre que los liderazgos comunistas en Chile han actuado dentro del marco democrático por décadas. Este residuo cultural es aprovechado por quienes buscan mantener el estatus quo, instalando la idea de que la presencia comunista desestabiliza, aun cuando lo que realmente desestabiliza es la posibilidad de redistribuir poder.
El debate sobre Jara revela algo más profundo: en Chile todavía existe una barrera simbólica que delimita quién puede gobernar y desde dónde. Esa barrera no se funda en criterios técnicos ni en evaluación de desempeño; se funda en prejuicios ideológicos anclados en la historia y en los intereses de quienes quieren conservar un orden político restringido. Jara encarna un desafío a ese orden, no porque proponga algo particularmente radical, sino porque su sola presencia desmiente la idea de que la centro-izquierda debe estar necesariamente dirigida por los mismos grupos que la han administrado desde los años noventa.
Por eso, afirmar que su “pecado” es ser comunista no describe un defecto de ella, sino un defecto del sistema político chileno: la incapacidad de convivir con una pluralidad real de posiciones progresistas. Es, en última instancia, un problema de apertura democrática. Jara no es peligrosa; lo peligroso es un país que sigue midiendo la legitimidad de sus liderazgos no por lo que hacen, sino por de dónde vienen. Cuando la democracia se reduce a un perímetro tan estrecho, cualquier figura que provenga de fuera de ese espacio será tratada como una amenaza. Y, paradójicamente, será tratada como amenaza incluso cuando su acción política busque justamente ampliar la democracia y fortalecer los derechos sociales.
Ese es el trasfondo del “pecado”: un prejuicio que dice más sobre Chile que sobre Jeannette Jara.