03/02/2020
CULTURA Y PSICOANÁLISIS
Oscar Espinosa Restrepo
Alejandro Koyré en sus Estudios sobre la Historia del Pensamiento Científico afirma que con Leonardo da Vinci, vale decir con el Renacimiento, por primera vez el auditus es relegado a un segundo lugar y el visus ocupa el primero.
En la historia de la medicina, a pesar de la gran cantidad de información que el cuerpo siempre ha brindado a la mirada, el oído conservó una posición de privilegio hasta las primeras décadas del siglo pasado. Pero, a lo largo del siglo XX, sucesivos inventos y descubrimientos, debidos al avance de la física, han multiplicado el poder del ojo hasta el punto en que la auscultación corporal tendió a desaparecer. En la tecnología médica contemporánea el triunfo del visus es completo y el auditus es ahora relegado a la escucha de la queja, o a simple señal de alarma que atrae la vista hacia el aparato explorador. Irremisible es ya el olvido del “Tratado de la Auscultación Mediata” del genial Teófilo Jacinto Laennec que guio la exploración corporal desde 1819 hasta la primera mitad del siglo XX.
El "ojo clínico" ya no se detiene en la piel ni queda reducido a seguir los movimientos y gestos del paciente, la precisión electrónica de las imágenes conduce su recién adquirida omnipotencia por todas las profundidades del organismo reduciendo al mínimo lo que el enfermo puede comunicar por sí mismo.
Pero en el curso de esa evolución triunfante del visus, desde el Renacimiento artístico hasta la medicina moderna, en la relación con el saber hay un acontecimiento que dotará al auditus de un nuevo contenido revolucionario. Del encuentro, en 1885, del joven neurólogo Sigmund Freud con el ya famoso Jean Martin Charcot, en Paris, nacerá una nueva clínica de las enfermedades llamadas nerviosas o mentales.
Charcot fue un artista de la presentación de casos, que él convirtió en representación muy bien escenificada, dentro de la que se destaca su propia personalidad, e hizo "ver" la histeria en sus manifestaciones más espectaculares; sin embargo ahí, precisamente, en ese escenario, donde predomina lo visible e histriónico de la patología psíquica, Freud comienza a presentir que hay algo que no se ha oído nunca, algo que habla más allá del síntoma visible. En otras palabras: viendo el talentoso despliegue de Charcot, con el que prueba que el ataque histérico puede ser inducido o suprimido con la hipnosis, Freud presiente el inconsciente, núcleo de una nueva ciencia que se va a desarrollar entre la palabra y la escucha.
Freud era también hombre de aguda mirada anatomoclínica; sus diagnósticos neurológicos proverbialmente atinados se confirmaban sin falta en la autopsia, si ésta tenía lugar; era dueño, además, de una memoria visual que le permitía memorizar páginas enteras a primera lectura y, de adehala, su formación como histólogo y fisiólogo en el laboratorio de Ernest Brücke lo convirtió en un observador a quien no se le escapaba ningún detalle visible; confiesa, por otra parte, en diferentes oportunidades su predilección por las artes visuales y los textos que nos ha legado en ese campo, sobre Leonardo y Miguel Angel, confirman su profunda visión. De ahí su admiración por ese "demonio de la observación", que según él fue Charcot, de quien llegó a afirmar, en la nota necrológica escrita en 1893, que debió experimentar el mismo goce de Adán "cuando Dios le presentó a los seres vivientes del paraíso para que los nombrara y separara los unos de los otros" (Charcot, 1893).
Sin embargo, Freud no sólo miraba lo que Charcot señalaba a la mirada de sus alumnos para diferenciar, por ejemplo, la crisis histérica de la crisis epiléptica, o para refutar la pretendida simulación de que se acusaba médicamente a los síntomas de la histeria, sino que "oía", lo que sotto voce se desprendía del discurso del gran clínico francés: la posibilidad de una etiología psicógena de síndromes que se definían como neurosis, término creado a fines del siglo XVIII por el escocés W. Cullen para designar afecciones de origen nervioso sin inflamación ni lesión.
El hecho es que el breve paso de Freud por La Salpetrière marca su destino y le señala un objeto a su pasión investigadora, del cual va a revolucionar el concepto y el sentido; la neurosis lo va a convertir en un oyente de sus vicisitudes que no se desplegarán más en el teatro de las salas de hospital sino en la intimidad recogida de un espacio diseñado para la escucha.
Sigmund Freud había, por consiguiente, adquirido para su equipaje intelectual, cuando regresó de Paris a Viena, un nuevo saber: la producción o supresión de síntomas se pueden dar más allá de la consciencia y de la voluntad del sujeto y también por la intervención de otro sujeto. La noción del inconsciente está ya latente en su pensamiento cuando su amigo Breuer lo pone en presencia del papel del recuerdo en la enfermedad y cura de una paciente que heredará Freud y quien pasará a la historia del psicoanálisis con el nombre legendario de "Anna O"
Fue la misma brillante enferma la que exigió ser oída y no simplemente sugestionada mediante la hipnosis, e impuso, por consiguiente, una palabra que a medida que va recuperando recuerdos va borrando o creando síntomas. El "otro", el hipnotizador, quedó interiorizado por el proceso en el cual Anna O se adentró en sí misma y el "otro", Freud, se tuvo que olvidar de lo visible para captar la "conversión" de un olvido en un síntoma que a su turno puede desaparecer con el recuerdo.
Así la palabra, el relato, la subjetividad hacen en el gabinete privado de Freud un reingreso estruendoso a la historia del pensamiento científico. El olvido, el lapsus, el acto fallido, el error, el sueño salen del limbo despectivo de lo insensato para el conocimiento y se convierten en el "camino real" de un nuevo saber que socava las bases de la epistemología tradicional; "los chismes de alcoba" descartados por Charcot recuperan su importancia en el discurso de la histeria y son objeto de prolija atención por parte del austero médico del alma que se deja guiar por ellos en su investigación. Ya no son los espasmos del cuerpo, sino los del “alma” y sus enunciados lo que se registra y se capta como posibilidad de un sentido en la vida del neurótico.
Como muy bien lo destaca Elizabeth Roudinesco (Historia del Psicoanàlisis en Francia Seuil 1986), el s**o pasa de ser protagonista de novela a ser protagonista del conocimiento, pero no la sexualidad ejercida como función corporal actual, sino el s**o olvidado, fantaseado, el de la infancia que es realmente el escandaloso para la ideología dominante. En un principio el s**o entró a la ciencia como trauma pero pronto abandona ese terreno para situarse en el campo del inconsciente y sus fantasías correlativas, ahí donde lo visible desaparece dentro del lenguaje. En esa apertura, en ese vacío si queréis, se borra el espectador médico y se instala una nueva clínica en la que no se escruta el cuerpo sino que se le escucha, porque el cambio en el concepto de neurosis rescata el cuerpo como sujeto del discurso. El cuerpo no es solo figuración del sujeto, objeto inerte de la exploración médica; lo pulsional que habla en el sujeto es el verdadero sujeto emisor de la palabra, que sólo puede ser oída por el que se calla, como sujeto, para ser sólo escucha de quien se cura a sí mismo en el proceso de producción de su palabra. Cuando Freud les permitió hablar, lo primero que dijeron sus histéricas fue: "no se mueva, no me toque, no diga nada" (trascrito en la historia de Emmy von N. 1o de Mayo de 1889). Freud obedeció y quedó inventado el psicoanálisis.
De eso habla el libro que hoy presentamos a vuestra consideración y que tuvo origen en programa destinado a preparar estudiantes de psiquiatría en la práctica de una psicoterapia psicodinámica. Pero hoy lo que quiero subrayar ante vosotros es el importante papel cultural que ha desempeñado el psicoanálisis desde los albores del siglo XX.
Porque el psicoanálisis es uno de los tantos acontecimientos culturales que entre el final del siglo XIX, y el amanecer del XX, prometían a la humanidad un devenir luminoso en los campos de la ciencia y el arte, lo mismo que sucesos como la Secesión de Viena, una revolución en arquitectura, también la aparición de nuevas corrientes en la filosofía, la música y la literatura, e igualmente surgen cosas como la Lógica de Husserl, la teoría de la relatividad de Einstein, las grandes innovaciones en la pintura y la música, las primeras grandes novelas de Thomas Mann, los grandes avances en tecnología; todos estos eventos coincidieron de alguna manera con la aparición de La Interpretación de los sueños de Freud, terminada en 1898 y publicada en 1900. Obra que fue justamente más apreciada como acontecimiento cultural que estrictamente científico, y que no dejaría de inspirar las vanguardias literarias y artísticas europeas.
Pero no tardaron esas promesas en verse oscurecidas por las grandes guerras y la caótica pausa entre la primera y la segunda de las llamadas guerras mundiales, una pausa en la que germinaron el estalinismo, el fascismo y el nazismo con sus secuelas extremas de muerte, penuria y destrucción. Es precisamente en medio de esa situación que avanza el trabajo de Freud y sus posibilidades comienzan a debatirse ya en el destacado congreso de Budapest, al terminar la primera gran guerra, en 1918. Ahí al considerar que la población padecía graves problemas socioeconómicos que derivaban en trastornos emocionales que no tenían acceso a la terapia analítica, por razones de duración y costo, Ferenczi planteó el tema de la posibilidad de acelerar el tratamiento forzando la transferencia. Lo que llevó a Freud a dudar sobre si sería posible siempre diferenciar o eliminar la escoria de la sugestión del oro puro del análisis. Esa duda es el trasfondo de la mayoría de los debates que han seguido surgiendo en el seno de las cada vez más numerosas y variadas escuelas psicoanalíticas. Y más allá de ellas el debate lo centró el mismo Freud en la interrelación entre la cultura y el individuo. No se pudo ignorar más la existencia de una atmósfera cultural que genera neurosis y es al mismo tiempo generada por la neurosis, como claramente queda explicitada en trabajos como Psicología de las masas y análisis del Yo y El Porvenir de una ilusión. A mí, personalmente, esto me plantea el interrogante de si lo que el psicoanálisis llama transferencia no está en el origen de lo que llamamos cultura; si ese nuevo saber sobre el ser derivado de una relación entre dos personas que se apartan de toda determinación por lo particular familiar, social, gremial, económico, sexual o político si se quiere, y se centran en una búsqueda de una verdad constituyente del sujeto que se somete al proceso, no es lo que produce en un campo más amplio y pluripersonal todo lo que se va constituyendo en pensamiento creador de todo saber y toda práctica cultural.
Este escucharse a sí mismo hablándole a otro, que es el psicoanálisis, y que pretende no sólo conquistar la calma sino lograr la transformación, que nos libere de las prohibiciones interiorizadas en lo inconsciente. Es, además, de alguna manera comparable al trabajo de buena lectura de un buen libro, que en el fondo también es escucharse a sí mismo escuchando ese otro mudo que es el texto, el cual cambia de sentido con cada lectura y desencadena algo que equivale a sumergirse también en sí mismo, en las raíces profundas de la propia historia. El encuentro con un libro será tanto más enriquecedor y compartible con otros cuanto más el que lo vive extraiga su inspiración de lo más profundo de él mismo; esta escucha otra de los textos y de sí mismo corresponde a lo que razonablemente se puede esperar de un psicoanálisis freudiano, el cual tiene por función primera liberar al que lo emprende de sus constricciones interiores derivadas de sentimientos de culpa inconscientes y de abrirle por ello, al término de un itinerario, el poder de ser su único amo y de todas sus posibilidades de creación. En otras palabras: se trata de vencer el miedo a la cultura, al mismo tiempo que nos liberamos de sus sujeciones para desarrollar la propia creatividad, la propia escritura, en el caso de los libros.
He llegado, por consiguiente, a considerar el psicoanálisis como una forma especial de lo que la cultura representa como consolación y superación, y es eso, repito, a lo que quiero hoy referirme: a la cultura como consolación y superación. Es lo que encontramos ya en Boecio.
Boecio, pensador cuya existencia transcurrió contemporáneamente con el derrumbe definitivo del imperio romano, vivió tiempos difíciles; destino que no es ajeno a ningún hombre, según Borges. Después de haber gozado del favor de Teodorico, quien al vencer a Odoacro se proclamó rey sobre las ruinas del Imperio de Occidente, cayó en desgracia y murió en la prisión de Pavía al terminar el primer cuarto del siglo VI. Sin el año de dolores, entre su caída en el 523 y su muerte en el 524, Boecio, aunque escribió textos importantes durante su vida normal, no sería conocido hoy, porque la obra que le confirió la inmortalidad relativa del gran escritor fue La Consolación de la Filosofía, elaborada durante su martirio. Tampoco ninguno de los favores de Teodorico lo hizo más famoso e influyente que ese escrito, fruto de la enemistad vengativa del poderoso.
La Consolación de Boecio es un trabajo filosófico y artístico en el que alternan la poesía y la prosa en una demostración del pensamiento como lo único que puede refutar el sufrimiento generado en una situación externa al ser mismo. Por supuesto tal concepción no se habría dado si Boecio se hubiese contentando con ser un cortesano más, sin transitar el arduo camino de la filosofía griega, en el decurso de su juventud, y sin transmitir ese tesoro a quien lo quiso recibir de su pluma durante los años de madurez. La consolación la había bebido, antes de su tormento, en las fuentes generosas de Platón y Aristóteles, complementados con la lectura de los estoicos y, probablemente, de San Agustín.
El ambiente de la época y la fuerza del cristianismo naciente determinaron que la reflexión final de Boecio tomara la forma de una teodicea que, además del consuelo para sí mismo y para todos los que sufren por los reveses de la fortuna, fuera válida dentro del campo de la razón que habla con el lenguaje de la poesía. La misma estructura emocional de la situación límite, como la vivida por Boecio y tantos millones de hombres, antes y después de él, exige que el pensamiento se haga dueño de sí, ya sea en forma de meditación filosófica, o de observación científica, de creación poética o de inspiración musical o plástica, o bien sea, también podemos hoy decir, a través del psicoanálisis.
Valgan los ejemplos:
Kepler resolvía los complejos problemas astronómicos, heredados de la gran inversión revolucionaria que introdujo Copérnico en el estudio del universo, en medio de múltiples y feroces guerras, que en conjunto recibieron el nombre de Guerra de los Treinta Años, guerras que asolaron toda la Europa Central a principios del siglo XVII.
Los pintores de la misma época se refugiaron en la búsqueda de una intimidad de espacios interiores, ajenos al ruido y la furia, pero sin dejar de hacer alusiones a ese mundo exterior que se debatía en una crisis sangrienta.
Guernica, de Picasso, nos ayuda a entender, y por lo tanto a soportar, lo insoportable: el estallido de la intimidad y de la subjetividad, hechas pedazos por una inmerecida lluvia de fuego que abrasa a la pequeña aldea vasca, con el único absurdo propósito de demostración de poderío bélico e intimidación de la población que alimenta el espíritu de los combatientes. Picasso nos hace comprender que ya la guerra no va a permitir la repetición de un Vermeer que se refugie en la intimidad de espacios interiores, en su propia subjetividad y en una neutralidad ajena a la barbarie. La barbarie en adelante va a invadir todos los espacios, a refutar toda neutralidad y obligará a la interioridad a volcarse como alarido y desgarramiento sobre la exterioridad destructora que la ataca. En ese límite extremo del dolor en medio de una incomprensión aterradora sobre lo que está pasando, eso que es Guernica de Picasso, se prefigura el fin de una ilusión modernista que establecía una ecuación entre progreso técnico y felicidad. Y Guernica siguió sucediendo durante toda la segunda guerra mundial y en todas las guerras civiles e internacionales de la segunda mitad del siglo XX. El arte de Picasso al permitirse decirlo inicia una búsqueda de solución.
En el siglo XIX otro pintor español, Goya, hizo también de su arte un instrumento de investigación de la violencia que emana de la razón, de la razón individual, de la razón de Estado, de la razón popular. Si algo queda de la invasión napoleónica a España son los cuadros de Goya para pensar en la inutilidad tanto de la sublevación y el motín como de la represión sanguinaria cuando se trata de impedir que la historia se mueva en uno u otro sentido.
Y si alguien quisiera hoy mismo conocer a fondo las motivaciones íntimas del terrorista contemporáneo, tendría que remitirse a una gran obra literaria del siglo XIX: Demonios de Dostoievski. Igualmente, si se quiere comprender la gran crisis del matrimonio, que tiene en ruinas esa institución, hay que leer otra obra maestra de la literatura rusa: Ana Karenina de Tolstoy.
La música, a medida que avanzaba el siglo XX, se fue convirtiendo cada vez más en una denuncia de la mecanización de la vida, fruto final de una civilización industrial que ha despojado al hombre de todo sentimentalismo para reducirlo a una abstracción de la eficiencia económica. Nadie ha dilucidado mejor que Thomas Mann en su novela Doctor Faustus el sentido de la música que se viene componiendo en Occidente desde Schönberg hasta Boulez; al definir el genio de Adrian Leverkühn, compositor inventado por el novelista como una síntesis del pensamiento musical contemporáneo, dice Mann que se trata de una espiritualidad orgullosa que sólo acepta salir del in****no por el gran sí nietzcheano al instinto, a la vida; es una lucidez helada capaz de mirar a la cara sus orígenes, diabólicamente carnales; espiritualidad que denuncia que la cultura cayó en la complicidad con la barbarie debido a las mentiras con las que alimentaba su soberbia. El músico que nos presenta Thomas Mann, como paradigma del artista de nuestro tiempo, no es un artista ma***to sino un pensador que relaciona la crisis del arte con la crisis de la civilización industrial, la cual se aproxima a su fin engendrando in****nos aparentemente contrapuestos: universos concentracionarios de economía planificada o de economía de mercado ultraliberal, que en su desarrollo y antagonismo han segado en el siglo XX millones de vidas. ¿Quién sino un artista puede expresar mejor la angustia por los espacios que la civilización deja a la barbarie? En otras palabras: sólo la cultura, en el sentido de conjunto de fuerzas creadoras del pensamiento, puede curar los males de la cultura, en el sentido de civilización basada en el desarrollo de las fuerzas productivas. Así mismo el psicoanálisis actúa sobre los males generados por esa civilización en el desarrollo del sujeto humano.
Además:
¿Quién podría comprender el movimiento social subterráneo que condujo a Alemania, un país altamente desarrollado tecnológicamente, hacia la monstruosidad política del nazismo sin estudiar el arte que Hi**er anatematizó como “degenerado”? El expresionismo, el arte abstracto, el surrealismo, todas las tendencias creadoras que surgieron entre las dos grandes guerras mundiales no sin razón han sido condenadas por los totalitarismos políticos, puesto que ponen al desnudo el subfondo anímico deshumanizante y nihilista de los regímenes que se sostienen en la razón de la fuerza y/o en el predominio absoluto de la tecnología y el mercado.
Un escritor como Kafka, aparentemente ajeno al realismo, es quien, sin embargo, a través de la deformación aparente nos hace ver la deformación subyacente en el mundo real. Su técnica consiste en tratar la dimensión delirante implícita en las relaciones sociales como si fuera algo completamente normal, o, dicho de otra manera, hace resaltar la alienación de un mundo en el que lo delirante pasa por normal. Una tarea que muchas veces dejamos de lado los psicoanalistas y eso no debe ser.
Günther Anders (Kafka poure et contre Circé 1990) sostiene con toda razón que Kafka “no es ni un enamorado de sensaciones raras, ni un santo, ni un soñador, ni un fabricante de mitos o un simbolista [....] sino un fabulista realista.” Como en verdad lo son todos los grandes narradores desde Cervantes y todos los analizantes que nos sumergen cotidianamente en la muy bien denominada por Freud “novela familiar del neurótico”. Anders, por otra parte, nos hace inteligible el hecho de la “deformación sistemática” como algo equivalente al método de las ciencias modernas de la naturaleza, las cuales “colocan su objeto, para sondear los secretos de la realidad, en una situación artificial, la situación experimental”. El objeto, por consiguiente, se deforma deliberadamente para poder constatar su forma verdadera. Y eso es también lo que hace el arte contemporáneo: buscar al hombre de hoy, no como quien contempla animales en los falsos ambientes “naturales” y “normales” de un zoológico, sino en situaciones experimentales, caricaturescas si se quiere, pero apuntando a un resultado verdaderamente realista. También podríamos considerar el encuadre analítico como una situación de este tipo.
Es el mismo Günther Anders, en su calidad de filósofo y escritor, quien desde muy pronto, pasada la segunda gran guerra y lanzadas las grandes potencias en la espeluznante carrera atómica, quien ha tratado con su pluma, todavía no sabemos si en vano, de despertar a la humanidad de su ceguera frente al apocalipsis nuclear, que nos amenaza no solamente desde el campo militar y político sino también como desarrollo energético e industrial de imprevisibles consecuencias. Imprevisibles porque para el mercado, tan engañosamente presentado hoy como el gran racionalizador de todo lo existente, el futuro es inexistente, se borra ante la urgencia cotidiana de la ganancia, esa es su lógica intrínseca. Tomadas por esa lógica de agentes de bolsa, también las academias promueven las empresas de liquidación planificada y asumen lo inexplorable de un futuro negado.
Para Anders (De La Bombe et de Notre Aveuglement Face a L’Apocalypse Titanic 1995) “conviene en consecuencia encontrar un tono que sea susceptible de ser percibido en un círculo bastante amplio, hacer filosofía de vulgarización” , pese a la contradicción implícita entre los términos “vulgarización” y “filosofía”, porque en la hora presente nos enfrentamos a algo mucho más serio que el brillo de la complejidad filosófica. Textualmente : “En frente del hombre actual, expuesto a un peligro apocalíptico, el ideal filosófico de la complejidad no sería sino una figura de diversión. Cultivar la complejidad no es de buen tono frente a un ser en peligro, es necesario encontrar las palabras capaces de hacerlo consciente”. Quisiera yo que esta consigna fuera compartida por todos los que nos arriesgamos a enfrentarnos a esos seres en peligro que llegan a nuestros consultorios de terapeutas de lo mental.
Continúa Anders : “A la cuestión del cómo se ha sustituido otra; la del saber si : saber si la humanidad va, o no, continuar existiendo. Esta cuestión, que parece inconveniente y que el hombre contemporáneo, en su enceguecimiento frente al apocalipsis, en su angustia frente a la angustia (la suya y la de los otros) en su temor de sentir miedo y de hacer sentir miedo a otros mortales timoratos, rehúsa ‘plantearse’, está de hecho planteada, puesto que la bomba es la cuestión.”
Vislumbramos de nuevo, en lo que acabamos transcribir, el hecho de que sólo la cultura como filosofía, es capaz de plantear las graves cuestiones de las que depende no solo la continuidad de la cultura como civilización y tecnología, vale decir como sistema de producción, sino de la naturaleza como sistema de reproducción de la vida.
Pero hay más. Si nos remitimos a la etimología de la palabra poesía encontramos que viene del griego poïesis : creación, producción a través del hacer, no hacer por el hacer en sí mismo, que es la praxis, sino el hacer como creación, como una producción en el campo del pensamiento, que es el sentido que en este breve ensayo quiero darle a la palabra cultura; la cultura es poesía, es decir creación de cultura, renovación en el conocimiento por un nuevo acto de pensamiento de todo lo establecido como saber en el pasado. Por eso educar para la civilización es simplemente calificar la fuerza de trabajo y en cambio educar para la cultura debe ser enseñar a pensar todo de nuevo con los instrumentos de la lógica y del arte. La cultura debe ser una poesía del saber, sin esa poesía, vale decir creación constantemente renovada, la ciencia sería pura tecnología y el arte y la literatura pura ideología. Sin esa cultura la destrucción de la naturaleza y por ende de la humanidad serían inevitables. Estaríamos caminando ciegos y amortajados hacia nuestro funeral colectivo, ignorantes de que el apocalipsis ya está aquí, las trompetas tocarían en vano en nuestros oídos, seguiríamos adormecidos en el frenesí del presente económico, y a la hora menos pensada la humanidad entera se habría convertido en el mercado único y universal de la muerte. Algo de lo que el psicoanálisis no debe ser cómplice y por eso es necesario rescatar el pensamiento de Freud y extender su práctica a todos los campos de la actividad creadora, poietica si queréis, de la humanidad en peligro.