24/10/2025
El samurai
Llega a mi consulta un muchacho con una energía diferente, casi mística. Desde que entra, siento en él algo que no logro definir de inmediato: una tristeza antigua, un dolor que no pertenece del todo a esta vida. Su mirada tiene la profundidad de quien ha vivido demasiado, de quien carga historias que el alma aún no ha podido liberar.
Al iniciar la sesión, la imagen se abre ante él con la claridad de un recuerdo nítido. Me dice que se encuentra en Japón, siglo XVI, en plena época Sengoku, un tiempo de guerras constantes entre clanes, de templos silenciosos y castillos erigidos con una majestuosidad sobria. Ve con detalle los puentes de madera, las pagodas elevadas como plegarias verticales, los jardines zen cubiertos de grava blanca donde cada piedra parecía hablar del orden del universo. En el aire, el sonido distante del viento entre los bambúes y el tintinear de alguna campana que marcaba las horas en un monasterio cercano.
Allí, me dice, él es un samurái. Un hombre de mediana edad, de porte firme y alma templada. Viste su armadura lacada, con las insignias de su clan grabadas sobre el peto. Porta su katana con un respeto casi sagrado, pues en su mundo, el arma no era instrumento de muerte, sino extensión del espíritu. Vive bajo el código del bushidō, donde el honor y la lealtad son más valiosos que la propia existencia.
Entre sus palabras surge la presencia de una mujer. Una joven que vive en el mismo poblado, a orillas de un río donde las flores de loto se abren cada amanecer. Él la observa en silencio, a la distancia, sin jamás confesar su amor, porque ella está casada. Su esposo es un hombre honorable, pero estéril, y esa tristeza los une de una forma que él comprende sin juzgar. Ella no sabe de su existencia más allá de un saludo ocasional, pero él la ama en secreto con la intensidad de mil soles. Dice que verla reír, escuchar su voz, o simplemente verla caminar entre los cerezos era suficiente para dar sentido a su vida.
Sin embargo, una de las tantas guerras del período estalla. Él parte con su clan hacia la batalla, dejando el corazón en ese pueblo. Al regresar, el horror lo recibe: los enemigos han incendiado las casas, saqueado los templos, y entre los cuerpos sin vida encuentra a la joven y a su esposo. En ese instante, el samurái siente que su mundo se derrumba. La vida pierde toda razón.
Con voz temblorosa me dice:
No pude soportarlo…
Decide entonces cumplir con el último acto de honor, el seppuku, el ritual del harakiri. Yo le pido que describa el momento, y él lo ve con la solemnidad de quien revive lo sagrado. Se arrodilla en posición seiza, frente a un altar adornado con incienso y una pequeña lámpara de aceite. Su kimono blanco, símbolo de pureza, cae sobre el tatami. El silencio es absoluto, solo se escucha el crujido de la madera y el leve roce del viento.
Coloca ante sí la hoja corta el tantō limpia y reluciente. Hace una reverencia hacia el vacío, hacia el alma de aquella mujer, y pronuncia su nombre. Con profunda calma, realiza el corte ritual desde el abdomen hacia la izquierda, un acto de redención y valentía, seguido por el golpe final de su segundo, quien debía terminar su agonía con la espada larga. Me dice que, en el instante final, la última palabra que cruzó su mente fue el nombre de ella.
En la sesión, el muchacho comienza a llorar amargamente. Entre sollozos repite:
Ahora entiendo… con razón…
Le pregunto qué ha comprendido. Me mira con una mezcla de alivio y asombro, y dice:
He vivido con un dolor constante en la boca del estómago, un dolor que ningún médico podía explicar… era el filo de esa daga, aún incrustado en mí. Ella está cerca de mí en esta vida. Es una compañera de trabajo… siempre sentí algo extraño al mirarla, esos ojos… ahora sé por qué me estremecen. Pero ella está casada, tiene un hijo, y es feliz. Ahora entiendo todo…
Seguimos avanzando. Lo guío a observar su cuerpo sin vida, y desde esa conciencia superior, él se da cuenta de que nada justificaba su decisión. Que aquel amor fue un sentimiento puro, pero jamás correspondido, y que su muerte fue un acto innecesario de dolor. En ese instante, su alma comprende que el verdadero honor no está en morir por amor, sino en trascenderlo.
Lo miro y le pregunto cómo se siente.
Con voz serena me dice:
Ya no me duele… el dolor del estómago se ha ido. Era un peso de siglos… y hoy, por fin, se liberó.
Entre lágrimas y una sonrisa ligera, añade:
He sido un tonto… entregué mi vida por un amor que ni siquiera sabía que yo existía.
En silencio, observo cómo su energía cambia, cómo su campo vibratorio se aligera, y comprendo una vez más que el alma nunca olvida, pero siempre puede sanar.
Cada regresión me enseña que cargamos en lo profundo de nuestro ser las heridas invisibles de otras vidas, amores inconclusos, duelos antiguos, decisiones nacidas del dolor. Y que solo cuando lo inconsciente se vuelve consciente, la herida se transforma en sabiduría.
Esa tarde, cuando él se retira, siento que una historia milenaria se ha cerrado. Y en el eco de los siglos, la voz del samurái parece susurrar al viento:
"A veces, el verdadero honor es aprender a vivir en paz con lo que el alma amó en silencio."