23/11/2025
Chile 🇨🇱
A veces la vida te sorprende cuando menos lo esperas. Decidí este viaje hace menos de un mes, casi impulsivamente, y lo que encontré aquí fue mucho más grande que un destino: encontré valentía, una especie de fuerza silenciosa que estaba esperándome.
Recorrí lugares hermosos: el Parque Japonés con su armonía perfecta, el edificio más alto de Latinoamérica desde donde el atardecer se siente eterno, el zoológico que me quedó pendiente… pero nada me tocó tan hondo como el Templo Bahá’í.
Ese lugar tiene una magia distinta. Apenas llegas, algo en el aire cambia. Hay paz… pero no una paz vacía, sino una que te mira y te reconoce. Un silencio que no pesa, que te invita a entrar en ti. Dentro del templo no se puede grabar ni tomar fotos, porque lo importante no es capturar el momento, sino permitir que el momento te capture a ti. Hasta eso te enseña.
En el techo está escrita la palabra PUERTA. Me estremeció. Es un recordatorio de que todas las personas, sin excepción, pueden entrar ahí. No hay jerarquías, no hay divisiones, no hay “más” o “menos”. Todos somos uno. Esa es la esencia de la fe bahá’í: la idea profunda de que toda la humanidad es una sola familia y que las religiones son como ramas de un mismo árbol. La raíz es la misma, solo que crece en distintas direcciones. Para ellos, buscar diferencias es perderse del propósito… porque la unidad es el corazón de todo.
La belleza también es parte de su mensaje. Creen que si algo es hermoso afuera, también debe serlo dentro: coherencia espiritual y estética. Y en ese templo, la belleza no es solo visual; es emocional, es vibración, es enseñanza.
No tomé muchas fotos, quizás porque no quería distraerme de lo que estaba sintiendo. Pero esta que guardo me nació sin pensarlo. Es un pequeño recordatorio de un lugar que no solo se visita… se siente. Y esa paz, esa calma tan pura, se queda contigo como si te acompañara de regreso.