09/07/2019
CARTA ABIERTA. Compartimos ❤️
Son las 23.15 y estoy tranquilamente sentada en un balcón de piso con vistas a la carretera. Hay poco tráfico y bastante silencio. Y, sobre todo, es una noche de verano gallego que en pocos sitios se iguala (esto último es un piropo de amor a la tierra que me vio nacer).
Llevo 3 días más ajetreada. Un asunto relacionado con una continuada incompetencia profesional me ronda la cabeza. No por no saber solucionarlo si no porque me asombran las opiniones que he recibido, sin pedirlas y sobre este asunto, en las últimas horas.
Se trata de una persona mayor y uno de sus cuidadores. Tema muy cercano para mi. Demasiado cercano y no solo por mi experiencia personal si no por mi visión de la vejez. Venero a los ancianos. No solo a los míos si no a los ajenos. Por muchas razones pero, sobre todo, porque desde la fortaleza de sus limitaciones y enfermedades, se levantan y encarnan una dignidad imposible de imitar.
Y ahora pienso en ellos y en nosotros y cuento aquí:
El descarte (de los ancianos) comienza unos meses antes de manifestar (cuando no cacarear) que el abuelo está mayor y chocho, antes de compartir con diestro y siniestro que maldita enfermedad o maldita edad que nos reduce a alguien inútil como la abuela o mamá. “Yo querría morirme antes de acabar así”. Lo musitan tantas veces como loros que repiten la última estupidez que les enseñó su dueño. De los loros nos reímos, pero de nosotros no. De nosotros nos “lloramos” y nos encanta que nos lloren, que se lamenten con nosotros. Que nos den palmaditas. Estrafalario pero real.
Además, el descarte tiene otros síntomas generales: no renunciar a un día de descanso, a un fin de semana de amigos, a perder tiempo, porque somos personas muy ocupadas, en algo tan poco vistoso como sentarse al lado de un anciano (mi anciano) y hablar sin palabras. Y es que, por si no quedó claro, somos personas ocupadas, tan ocupadas, muy ocupadas.... que tenemos que tener tiempo para vivir nuestra vida y, en el mejor de los casos, de la familia que hemos creado/criado nosotros. Como si fuésemos hijos de una probeta o nacidos por generación espontánea. Estamos malheridos, confundimos el egoísmo, la vanidad y la flojera de cuerpo y de alma con vivir nuestra vida.
Y resulta que, en poco tiempo, en vez de sentir compasión y comprensión por nuestro anciano o enfermo, sentimos compasión de nosotros mismos: he escuchado en los últimos años justificar las ausencias de visitas de una amiga a otra porque “la quiero tanto que al saber como está prefiero no ir a verla porqué me muero de pena” Patéticamente real. Acojonante. Es así, es la cobardía. Somos unos puñeteros mal nacidos o mal criados que echamos mucho antes a la persona que nos ha planchado mal la camisa o que no sabe hacer el arroz en su punto que a la persona que no mira ni saluda a nuestro padre porque tiene Alzheimer. Perdonamos al que trata mal al abuelo pero no al que trata mal nuestra vanidad o nuestro estómago. Somos unos mediocres. Demasiados cobardes para nuestra sociedad. Y lo peor, es que nos creemos mejores.
CARTA ABIERTA. Compartimos ❤️
Son las 23.15 y estoy tranquilamente sentada en un balcón de piso con vistas a la carretera. Hay poco tráfico y bastante silencio. Y, sobre todo, es una noche de verano gallego que en pocos sitios se iguala (esto último es un piropo de amor a la tierra que me vio nacer).
Llevo 3 días más ajetreada. Un asunto relacionado con una continuada incompetencia profesional me ronda la cabeza. No por no saber solucionarlo si no porque me asombran las opiniones que he recibido, sin pedirlas y sobre este asunto, en las últimas horas.
Se trata de una persona mayor y uno de sus cuidadores. Tema muy cercano para mi. Demasiado cercano y no solo por mi experiencia personal si no por mi visión de la vejez. Venero a los ancianos. No solo a los míos si no a los ajenos. Por muchas razones pero, sobre todo, porque desde la fortaleza de sus limitaciones y enfermedades, se levantan y encarnan una dignidad imposible de imitar.
Y ahora pienso en ellos y en nosotros y cuento aquí:
El descarte (de los ancianos) comienza unos meses antes de manifestar (cuando no cacarear) que el abuelo está mayor y chocho, antes de compartir con diestro y siniestro que maldita enfermedad o maldita edad que nos reduce a alguien inútil como la abuela o mamá. “Yo querría morirme antes de acabar así”. Lo musitan tantas veces como loros que repiten la última estupidez que les enseñó su dueño. De los loros nos reímos, pero de nosotros no. De nosotros nos “lloramos” y nos encanta que nos lloren, que se lamenten con nosotros. Que nos den palmaditas. Estrafalario pero real.
Además, el descarte tiene otros síntomas generales: no renunciar a un día de descanso, a un fin de semana de amigos, a perder tiempo, porque somos personas muy ocupadas, en algo tan poco vistoso como sentarse al lado de un anciano (mi anciano) y hablar sin palabras. Y es que, por si no quedó claro, somos personas ocupadas, tan ocupadas, muy ocupadas.... que tenemos que tener tiempo para vivir nuestra vida y, en el mejor de los casos, de la familia que hemos creado/criado nosotros. Como si fuésemos hijos de una probeta o nacidos por generación espontánea. Estamos malheridos, confundimos el egoísmo, la vanidad y la flojera de cuerpo y de alma con vivir nuestra vida.
Y resulta que, en poco tiempo, en vez de sentir compasión y comprensión por nuestro anciano o enfermo, sentimos compasión de nosotros mismos: he escuchado en los últimos años justificar las ausencias de visitas de una amiga a otra porque “la quiero tanto que al saber como está prefiero no ir a verla porqué me muero de pena” Patéticamente real. Acojonante. Es así, es la cobardía. Somos unos puñeteros mal nacidos o mal criados que echamos mucho antes a la persona que nos ha planchado mal la camisa o que no sabe hacer el arroz en su punto que a la persona que no mira ni saluda a nuestro padre porque tiene Alzheimer. Perdonamos al que trata mal al abuelo pero no al que trata mal nuestra vanidad o nuestro estómago. Somos unos mediocres. Demasiados acojonados para nuestra sociedad. Y lo que es peor, es que nos creemos mejores.