22/09/2020
Hoy quiero compartir el relato autobiográfico de una persona que, a pesar de ser médica, se encontró con las dificultades que implica ser etiquetada con un diagnóstico psiquiátrico. Admiro mucho a cualquier persona que es capaz de abrir su corazón y compartir una experiencia tan difícil.
La claridad y la luz nos aguardan al final de las crisis, sólo hay que confiar en ello.
Que tengáis un buen inicio de otoño.
Aquí estoy, escribiendo parte de mi historia, con la intención de que estos renglones, y cada palabra y mensaje contenido en ellos, pueda llegar a quien lo necesite, aportándole luz y esperanza.
Todo proceso comienza en un punto, al que yo llamo punto de inflexión, quizás para la mayoría pasa inadvertido, pero créeme, nuestra mente, su inteligencia lo registra y memoriza en lo que llamamos subconsciente, aunque quizás sea más acertado acuñarlo como inconsciente.
Me pregunto constantemente, ¿en qué parte del camino tuvo lugar mi llamado punto de inflexión?, y si es así te hago la misma pregunta, ¿cuál fue el primer punto de inflexión de tropiezo, de caída en tu vida? La verdad es que ese punto de inflexión es diferente para cada uno y esa individualización conlleva que le hagamos frente con las herramientas que poseemos, que nos han enseñado, o hemos tenido posibilidad de aprender o desarrollar en cada caso en particular.
Constantemente, tomamos decisiones sobre nuestras vidas que pasan desapercibidas para nosotros, la mente se vuelve entonces nuestra enemiga, en vez de ser nuestra aliada y estamos a merced del contenido de nuestros pensamientos, identificándonos y apegándonos a ellos tan fuertemente que ya no distinguimos qué, ni quiénes somos realmente.
Terminamos viviendo una vida que no era la que deseábamos, y ni siquiera sabemos cómo hemos llegado ahí.
Desde que tenía siete años, siempre supe a lo que me dedicaría, mi verdadera vocación, la medicina. Era una niña sensible y perceptiva. No tuve las cosas fáciles ¿pero quién las tiene? Eso no hizo de mi menos, sino más, y trabajé duramente para alcanzar mi objetivo y mi sueño. Así que vuelvo a mi pregunta ¿en qué punto del camino debí caerme? Al principio creía que tendría que haber sido una caída silenciosa y sin que nadie lo viese, nunca vi las señales de todo lo que se iba a precipitar sobre mi en aquel tiempo, pero la realidad que puedo ver ahora, es que vivía sin tomar consciencia de mis emociones y pensamientos. Así que cuando tuve que hacer frente en el año 2012 y 2013, a múltiples cambios, respecto al plano laboral, familiar y sentimental, también lo hicieron mis emociones y pensamientos, en forma de tsunami, sintiéndome ahogada y paralizada por el miedo.
Confié en la medicina que conocía, y acudí a mi primera psiquiatra, que durante meses me trató junto con la ayuda de una psicóloga, de un Trastorno ansioso-depresivo. Desde el primer momento se inició tratamiento farmacológico con antidepresivos inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), ansiolíticos (tipo benzodiacepinas) y psicoterapia. Pero yo no estaba mejorando, o si lo hacía, era por un tiempo fugaz, porque nada estaba cambiando realmente: mi modo de sentir, de pensar y de analizar seguían inmutables, aunque ligeramente aturdidos bajo el manto de la medicación.
El siguiente escalón, fue el diagnóstico de Enfermedad depresiva moderada, y lo que conllevaba; más medicación y cambios en los antidepresivos. Con los antidepresivos duales como la venlafaxina, experimenté por primera vez lo que describen como “pensamiento acelerado” y euforia, por lo que se redujo dosis y se inició otro antidepresivo, sumando anticonvulsivantes como estabilizadores del ánimo (ácido valproico y oxcarbamacepina).
En actos de absoluta desesperación llegaba a retirarme yo misma la medicación porque los efectos secundarios como estreñimiento, pérdida de cabello, temblores, hematomas (por disminución de plaquetas), boca seca, pérdida o ganancia de peso, y un largo etcétera me hacían sentir aún peor. El grave problema que ignoraba por aquel entonces es que al quitarlos repentinamente por mi exasperación, la oleada química de retirada hacía que empeorase y se manifestasen síntomas que se atribuían al empeoramiento del trastorno psiquiátrico, cuando era la propia deprivación de mi sistema nervioso central (SNC) a los psicofármacos.
Para preservar cierta intimidad en todo mi proceso, en 2014 decidí consultar a otro psiquiatra por vía privada, fuera del ámbito público donde yo trabajaba. Eso supuso el principio del fin. En aproximadamente dos meses, me diagnosticó de Trastorno bipolar tipo II tras sufrir un cuadro de “hipomanía” (asociado al antidepresivo prescrito), pautándome entonces el litio. Los efectos secundarios del litio era tan intensos y horribles que apenas podía sostener un vaso de agua en mis manos sin derramar parte del mismo, la boca me temblaba, no podía casi hablar, hasta no poder ni mantenerme de pie, lo que provocó uno de los muchos ingresos en urgencias posteriores.
La incorporación además de antipsicóticos, por la creencia de que era “no respondedora” a los distintos psicofármacos prescritos, supuso una caída en picado. No me olvidaré del aripiprazol o Abilify® y cómo me condujo a experimentar lo que se conoce como “acatisia”, una desesperación interior tan grande que no podía estar quieta, caminaba y caminaba por los pasillos de mi casa, porque el parar resultaba insoportable, hasta el punto de desear tirarme por la ventana y terminar con esa inquietud. En pocos meses empecé a sufrir y experimentar disociaciones y ausencias. Distintas personalidades salían a la luz, a la vez que los antipsicóticos orales, intramusculares y hasta inhalados se iban turnando.
Podría seguir nombrando numerosos fármacos que día tras día se añadían, se cambiaban dosis, o se retiraban otros, porque no obtenían la respuesta esperada. Mi mente se había roto por completo, mi verdadero ser había desaparecido.
El sufrimiento era tan intenso, que me autolesionaba para calmar el “dolor interno”. Necesitaba experimentar cierto dolor físico, que le pusiera “forma y sentido” al dolor psíquico. Las ideas de suicidio se repetían en mi mente día tras día, hasta que tomaban estructura, y la mira a través de la cual experimentaba la vida era desoladora, creía y sentía firmemente que no podía cambiarla.
En algo menos de dos años mis entradas y salidas del hospital habían sido numerosas, y el historial de diagnósticos no le hacía sombra: Enfermedad ansioso-depresiva, Enfermedad depresiva moderada, Enfermedad depresiva grave, Enfermedad Bipolar tipo II, Rasgos de Cluster B, Trastorno de Identidad Disociativa. Hasta nueve psiquiatras distintos me habían valorado en un período de tres años, pero ninguno pudo VERME realmente. Yo me había olvidado de quién era, había renunciado a mí, no estaba presente. Experimenté lo más parecido a una lobotomía frontal, pero de origen farmacológico.
¿Quién era YO y dónde estaba? No lo sé, pero NO era un conjunto de ETIQUETAS.
¿Cuál era realmente la balanza beneficio/riesgo? Pasé de ser una mujer de treinta años sana, casada, profesional médico, estudiante y deportista, a ser una mujer de treinta y trés años que tomaba hasta doce pastillas al día con múltiples trastornos psiquiátricos e incapaz de hacer una vida normal.
Se empezó un proceso de incapacidad temporal en grado finalmente de total, por mis bajas sucesivas y cada vez más prolongadas. El que era mi marido por aquel entonces, me solicitó el divorcio a los tres días de mi último ingreso. Así que “enferma”, sin mi profesión y sin mi principal compañero, todo lo que creía que era yo, o que me representaba, se había derrumbado como un castillo de naipes. Sin embargo, me di cuenta de que aún existía, de que yo no era mis pensamientos, ni nada de lo que creía ser, fue entonces cuando quién realmente SOY afloró. Elegí vivir y recuperar las riendas de mi vida. Si me hacía responsable de lo que me había ocurrido, también me hacía responsable y me daba el poder de que nunca más me sucediera algo así.
Con la ayuda de una última psiquiatra, que se cuestionó cómo se había procedido conmigo, iniciamos la desprescripción o retirada de todos los psicofármacos a los largo de varios meses y de forma progresiva, hasta que tuve la obtención del informe de Alta por RESOLUCIÓN de todos y cada uno de los diagnósticos.
Voluntariamente colaboraba en proyectos de investigación dentro de mi Servicio Hospitalario para recuperar la rutina y disciplina que siempre había tenido. Reclamé a la Seguridad Social la valoración de mi caso una y otra vez cuando me llegaban respuestas de denegación porque no procedía. Seguí enfocada, luchando, poniendo voz y cara a mi caso, investigando, estudiando y haciendo los escritos yo misma (puesto que no tenía dinero para pagar a un abogado) que presentaba vía jurisdiccional, hasta que conseguí la revisión por un tribunal médico de la Seguridad Social en 2017.
El día que fui a recoger la resolución del tribunal médico, mi madre se encontraba ingresada en el hospital por un cáncer de pulmón en estadío avanzado metastásico recién diagnosticado. Entre sollozos y balbuceos, pude decirle que retiraban la incapacidad en cualquiera de sus grados. En Julio de 2017 conseguía incorporarme a mi plaza como médico residente, a la vez que me encargaba de la atención médica de mi madre. Mi madre fallecería un año después, y yo finalizaría mi especialidad con mención de excelencia.
Muchos compañeros dicen que soy un milagro, pero tan sólo soy parte de un sesgo del sistema que aún está vivo para contarlo. Estoy aquí porque decidí vivir con consciencia y no rendirme, porque decidí cuestionarme las cosas, mis creencias, mis pensamientos y hacerme cargo de todos ellos. Quería dar VOZ a los que aún no escuchan la suya o no saben que la tienen y aportar mi gota en este inmenso océano.
Muchas veces nos obcecamos como médicos en buscar síntomas que corroboren lo que “creemos”, que nos lleven al diagnóstico que hemos “sospechado” previamente. Tengo muy claro y soy consecuente al decir que nuestra profesión no es fácil, que podemos equivocarnos, pero también es maravillosa y supone un reto día tras día. Nuestro deber como médicos no es con el paciente, sino con la persona y ser humano. La dinámica de nuestro mundo, no sólo el mundo médico, no has hecho abandonar nuestra verdadera naturaleza, no nos preocupamos de escuchar, de entender, ver o sentir a quién tenemos delante, porque principalmente no lo hacemos con nosotros mismos. Tratamos síntomas o enfermedades y la figura de la persona ha quedado relegada o en el olvido.
Acepto todo lo que me tocó vivir. He conocido el in****no, y no es un lugar al que vaya a regresar. Creo firmemente que de las situaciones o experiencias de mayor sufrimiento, nos alzamos con mayor fuerza. Sin todo lo vivido, no tendría la claridad y la percepción del mundo y de la propia vida que tengo hoy. Han sido años de mucho trabajo y esfuerzo personal, de mucha soledad y aislamiento, pero el mayor regalo que he obtenido, es mi LIBERTAD, al no ser esclava de mi mente, de mis emociones, ni de los acontecimientos externos y poder dirigir mi vida verdaderamente, hacia donde yo decida.
Kalimán escribió:
«Incluso el camino más largo comienza con el primer paso»
En memoria de Carmen, por su fe, fortaleza, valentía y amor incondicional a sus hijos sobre todas las cosas. Gracias mamá.
Paula Masiero Aparicio
10 de Septiembre de 2020