13/08/2023
EL DUELO Y LAS LENTEJAS
Vivo y disfruto de llevar a cabo mi trabajo en una profesión de la que puedo decir, con seguridad, que en la mayor parte de los días no oigo ninguna noticia agradable, ninguna alegría. Mi labor es escuchar e intentar mitigar el dolor que se produce en las personas debido a cualquier situación adversa que se les presenta: problemas familiares, rupturas de pareja, falta de entendimiento padres-hijos, desencuentros entre hermanos, duelos, problemas de autoestima y autoconcepto, situaciones laborales adversas, etc.. Es decir, cualquier circunstancia que produce una alteración en los sentimientos.
Es importante entender lo que es el sentimiento, y no confundirlo con la emoción. La emoción aparece de forma inmediata y espontánea tras la presentación de un estímulo. En cambio, el sentimiento aparece inmediatamente después de una emoción y en él tienen lugar procesos reflexivos en los que la persona se da cuenta de su estado de ánimo. Los sentimientos pueden ser positivos o negativos. La gestión de los últimos es complicada y si se presentan de forma excesiva pueden ocasionar enfermedades, como trastornos depresivos o de ansiedad.
El aspecto de mi profesión que me pone más en contacto directo con el dolor humano más reciente e intenso es el de los casos en que desarrollo intervenciones “in situ” en situaciones de duelo, sobre todo en los que el fallecimiento no es por causas naturales. En estas ocasiones mi labor la realizo acudiendo al tanatorio o al hogar de los familiares de la persona fallecida, en el día o en los días próximos al deceso.
Estos casos me exigen una preparación previa, un tiempo para que yo y mi cabeza nos sintamos preparados y fuertes para lo que nos vamos a encontrar, para lo imprevisible. En estas situaciones muchas veces no sé exactamente a cuántas personas tendré que prestar mi apoyo psicológico hasta el momento de llevarlo a cabo.
Reconozco que estos casos, que no son muy frecuentes, me dejan extenuada física y psicológicamente, pero son los más enriquecedores y siempre me han proporcionado un aprendizaje de vida. Y, sobre todo, cuando hay niños por medio.
Hace unos días hice una de estas intervenciones a una familia. Hacia cuatro días que un fatal accidente había terminado con la vida del cabeza de familia en menos de media hora. Mi labor consistió en proporcionar asistencia psicológica a seis personas (padres, hermano, esposa e hijos), de forma individual y grupal.
Fue un trabajo bonito, permitan que lo defina así. Una familia afrontando la muerte de su ser querido con una entereza inmensa. Además cada uno de ellos preocupado por el bienestar de los demás, más que de su propio dolor.
El pequeño de la familia, con tan solo nueve años, fue el que me dejó la conversación que nunca olvidaré. Observé desde el momento en que me reuní con toda la familia que éste siempre seguía con la mirada a su madre, y preguntaba a dónde iba cada vez que salía del cuarto. Al iniciar con él la intervención individual, le pregunté que sentía y me dijo: “Miedo”, le solicité que me explicase el por qué de ese sentimiento y me confesó que sentía miedo a que a su madre le pasase algo. Acababa de aprender, de forma dramática y a muy tierna edad, la realidad de la vida: no sabes nunca cuándo será la última vez que verás a un ser querido.
Sintió su primer momento de indefensión en su corta vida puesto que uno de sus mayores referentes había desaparecido. Le indico que, pese a todo, su padre va a estar siempre con él, en sus recuerdos de experiencias vividas y ahí me dio la respuesta que me sorprendió, que me hizo, de nuevo, asombrarme ante la reacción de un niño.
Me dijo: Sí, sé que va a estar conmigo como las últimas lentejas que me preparó: en el estómago porque es donde sentí que me llenaban, en el corazón porque mi padre nos las hizo con todo su cariño y en la cabeza porque sé que tuvo que pensarlo para hacerlas.
Dicho con una total naturalidad, como un pequeño filósofo que llevara meses pensando en la importancia de la vida.
Evidentemente veo en esta respuesta y en otras aptitudes de la familia la labor de algún colega que los ha asistido de urgencia en el momento del impacto en el hospital, pero no me deja de admirar la naturalidad con que un niño es capaz de aceptar la realidad, como es capaz de encontrar consuelo y significado en medio de la adversidad. Una vez llegada a la edad adulta esta capacidad se pierde y la superación de las situaciones de duelo se hace mucho más larga y complicada.
Mi conclusión es que no debemos olvidarnos de ser un poco como ese niño en algunos momentos y echar mano de nuestras particulares lentejas en las situaciones de duelo que la vida, ya adultos, sabemos que la vida nos va a ir presentando.
Vivid en plenitud!