30/10/2025
En estos días de inevitables recuerdos, no está de más rescatar este artículo que escribí para el periódico, hace un par de años, acerca de los procesos de duelo:
DUELO NO ES DEPRESIÓN
Cómo podemos ayudarnos para no patologizar procesos de duelo
Hace tiempo conocí a una mujer “diagnosticada” de depresión por sus familiares. Hablando con ella supe que no hacía ni medio año que había perdido a su hija en un accidente. Su reflexión, más sabia, serena y acertada que la de su entorno, era que ella, de depresión nada de nada, que lo que tenía era una pena muy grande. Algo muy natural, dadas las circunstancias.
Hay ocasiones en las que podemos sentir literalmente el peso del mundo sobre nuestros hombros. Suelen ser momentos de “bajón” emocional o relacionados con algún tipo de duelo, momentos que forman parte de la vida de cualquier ser humano y que suelen conducir a una adaptación ante determinados cambios, pérdidas o sucesos de nuestra vida más o menos estresantes y desgastadores.
Lo que ocurre es que, a veces, esa adaptación no se logra…
Y ahí entra en escena la depresión. Con todas las manifestaciones que se producen en un momento anímicamente bajo, pero a lo bestia y manteniéndose en el tiempo: las alteraciones del estado de ánimo (tristeza, incapacidad de disfrutar, irritabilidad), las alteraciones motivacionales y de conducta (no tener ganas de salir, lentitud motora, evitación de actividades), las alteraciones psicofisiológicas (fatiga, problemas de sueño, cambios en el apetito, disminución de la libido) y las alteraciones cognitivas (dificultades de atención, concentración y memoria a corto plazo; pensamientos recurrentes de tipo derrotista y catastrofista; incluso, en algunas ocasiones, las preocupantes ideaciones suicidas).
¿Se puede hacer algo entonces para ayudarse en los procesos de duelo?
La doctora en Psicología y profesora de la UAM, María Xesús Froxán, lo explica con “el caso del pianista”: devastado por el fallecimiento de su pareja, cancela sus conciertos más inmediatos, pues no se siente con fuerzas para nada. Mantiene momentos en los que necesita estar a solas, con otros en los que no deja de rodearse de sus seres más queridos, aceptando su ayuda y su apoyo. Con el tiempo retoma su actividad y, poco a poco, se obliga a hacer cosas que seguramente al principio no le apetecen, como volver a tener vida social o volver a las clases para mejorar su inglés. Así, no sin dificultad, se va adaptando a hacer cosas sin su pareja. Va afrontando su natural proceso de duelo.
Ahora bien, imaginemos que esta persona se recluyera en casa, evitara volver a dar conciertos y dejara de ir a sitios porque todos le recuerdan a su pareja fallecida. Que fuera progresivamente perdiendo la costumbre de hacer cosas. El aislamiento y la pérdida de reforzadores incrementarían la probabilidad de que apareciera el patrón de conducta de la depresión y todos sus consecuentes.
No nos olvidemos, además, de cómo el entorno puede reforzar el problema, tanto si trata a la persona como alguien enfermo que “no debe de hacer nada que le incomode o que no le apetezca”, como si banaliza lo que le ocurre y le exige que “lo que tiene que hacer es tener pensamientos positivos y salir más”.
No hay recetas universales que sirvan para todo el mundo. Dependerá de cómo sea la persona, de cómo vaya afrontando el inevitable malestar de las primeras veces que haga cosas, de cómo rompa esas reglas verbales que distorsionan y bloquean, de si tiene un entorno que apoye y refuerce de forma eficaz, de si dispone de habilidades sociales que proporcionen algo de seguridad en la interacción con el contexto…
Y, en gran medida, dependerá de que no se autocastigue, encima, por encontrarse mal.