28/10/2022
Vamos a seguir conociendo un poquito más sobre la Fibromialgia.
Hoy me acercaré al aspecto socio-afectivo.
Esta enfermedad te enmaraña la vida lentamente, es una araña que va tejiendo una red alrededor de ti, y te va alejando de tus amigos, de tus aficiones, de tu trabajo, … y de tu familia.
En casa tienen que aprender a medir la fuerza de un abrazo, porque duele. Haces planes sin saber si vas a poder llevarlos a cabo, y tristemente cada vez los anulas con más frecuencia.
Los amigos de verdad, y todo el que te quiere, te entienden, se ponen en tu piel, te disculpan, y vuelven a intentarlo otro día. Pero hasta ellos, los de verdad, se terminan aburriendo de que nunca te encuentres bien, de que nunca tengas ganas de salir, de que termines cancelando una cena, un cine, un paseo… Te llaman, pero menos, y lo entiendo. Tampoco debe de ser fácil medir cuándo la propuesta es un soplo de aire fresco, o cuándo te supone una nueva frustración por verte tan incapaz para las cosas más simples.
Aprovecho para agradecer a mis amigos que no desistan y nunca me dejen caer, unas veces preguntando cómo estás, o pasando por mi casa a traer dulces, o mandando un beso de buenas noches y un “que descanses”.
Con la familia pasa lo mismo, se acostumbran a tu dolor porque el dolor se convierte en uno más a la mesa. Pero sufren. Por la impotencia de no poder hacer nada, porque nadie puede. Se acostumbran a saber cómo estás sólo con mirarte, sin preguntar siquiera. La fibromialgia es el fantasma silencioso que vive en tu casa, que mueve las cosas de sitio para hacerte tropezar, que te tira los vasos de las manos al suelo, el que te aprieta los botes de lentejas para que no los puedas abrir sola. Y poco a poco todos nos acostumbramos a verlo por casa.
Hoy es viernes.
A todo el mundo le gustan los viernes.
A mí no.
Aunque mi jornada laboral termine a las dos y media y me pueda ir a mi casa a comer tranquila, sin tener que trabajar por la tarde, en realidad para mí empieza lo peor de la semana.
No sé si se debe al cambio de horarios y rutinas (que para mi estabilidad emocional son fundamentales), o a que me relajo un poco con la medicación, o a que hago algo más de esfuerzo físico (limpiar, cocinar, planchar…, nada de otro mundo). El caso es que, a pesar de que también me puedo permitir tumbarme un rato después de comer, y levantarme más tarde sábado y domingo, mi cuerpo no lo agradece en absoluto. Empiezo a sentirme mal a media tarde. Me invade un malestar muy extraño que apenas sé explicar: cansancio extremo, mal humor, ganas de vomitar, dolor generalizado y agudo, sensación de fiebre sin fiebre, hormigueo en las manos, escalofríos, sudores, entumecimiento, ... Realmente me pongo que no me soporto ni yo. Me molesta que me hablen, me molesta que me miren, me molesta si me preguntan cómo estoy y me molesta si no me lo preguntan...
Y no me queda otra que encomendarme a santa morfina y aguantar el tirón.
Mañana será otro día.