20/07/2021
He vivido la muerte. Y he estado mu**ta en vida.
He tenido una infancia aparentemente feliz. Y me he vestido de apariencias que hicieran traslúcidos los cristales que rodean mi esencia.
He sentido envidia, amor sincero, agradecimiento y profundo dolor.
Pánico, ira, euforia y satisfacción.
El cuerpo me ha gritado todo aquello que yo me empeñé en no pararme a escuchar.
Y, hasta EL momento, siempre fui de vivir derrapando. Por si acaso. Y por si no.
He secado mil flores por beberme hasta su agua, lo he probado prácticamente todo y he vivido en una rueda de hámster, rodeada de un croma con el que me creí cambiar de escenarios.
Pero no. Ahí estaba y estuvo. La misma rotonda. La misma decisión sin tomar. El mismo espejo en el que no tenía ovarios a mirar(me).
El miedo a perderme. Y, por lo tanto, la incapacidad de encontrarme.
He vivido la enfermedad terminal, la vejez, el cáncer, el suicido y la muerte en múltiples formas y personas.
Incluso, en aquella a la que llamaba 'yo misma'.
Que se perdió por el camino.
O no.
La crisálida no se pierde cuando la mariposa abre sus alas y echa a volar.
Simple, compleja y detalladamente, se transforma.
Hay algo a lo que llama 'ella' que sigue siendo 'ella'.
Sin embargo, jamás volverá a serlo.
Y nunca se separará del todo.
Pero, por mucho que cuente mis desgarros, cada roto y descosido, los remiendos y las vueltas a enhebrar el hilo en cada aguja mientras me pinchaba hasta lo más profundo... Por mucho que esa historia forme parte de y en 'mí misma'...
No soy mi historia.
Soy lo que queda en mí después de contarla.
Y soltarla.
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