21/11/2025
Cuentan que una vez un gigante se cruzó en el camino con la Muerte y tras un duro combate la derrotó, dejándola tan débil que no podía levantarse del suelo. Poco después pasó por allí un joven que, al verla en tan mal estado y sin saber quién era, le ofreció agua y esperó a que recobrara las fuerzas.
—¿Sabes a quién has socorrido? —le preguntó la Muerte cuando pudo hablar.
—No, no te conozco.
—Soy la Muerte—dijo ella—. No puedo perdonar a nadie, pero para que veas que soy agradecida, te prometo que no te llevaré de manera imprevista, sino que te enviaré antes a mis emisarios para que te avisen.
El joven marchó tranquilo, convencido de que viviría mucho tiempo y de que sabría reconocer la llegada de la Muerte cuando esta se acercara.
Pasaron los años. El muchacho envejeció, sus cabellos se tornaron blancos y su cuerpo perdió fuerza.
Enfermedades, dolores y cansancio comenzaron a visitarle, pero siempre se decía:
—No moriré todavía; la Muerte prometió enviarme un aviso, y aún no ha llegado.
Hasta que un día, sintió una mano en el hombro. Al volverse, vio a la Muerte frente a él.
—Ven conmigo —le dijo—, ha llegado tu hora.
El anciano se indignó:
—¡No puede ser! Me diste tu palabra de que me avisarías. No he recibido ninguno de tus mensajeros.
La Muerte lo miró con serenidad y respondió:
—¿De veras crees que no te he avisado? ¿No te envié la fiebre y el dolor? ¿No temblaron tus manos, no se nubló tu vista, no te fallaron las rodillas? ¿No sentiste cada noche cómo el sueño te recordaba mi presencia? Todos ellos fueron mis mensajeros.
El hombre guardó silencio. Comprendió entonces que la Muerte había cumplido su promesa, y, sin decir más, la siguió en paz.
(Versión inspirada en el cuento Los Mensajeros de la muerte, de los Hermanos Grimm)
REFLEXIÓN ⏳
Curiosamente, la primera vez que leí este cuento no pensé en la muerte, sino en la vida, y en cómo siempre nos avisa… pero casi nunca la escuchamos.
Nos habla a través del cuerpo, con síntomas que preferimos ignorar; a través de emociones que intentamos tapar porque nos incomoda sentirlas; o repitiéndonos situaciones que nos invitan a mirar lo que no queremos ver.
Pero en lugar de hacer caso, les quitamos importancia: “Ya pasará”, “solo es una etapa”, “no quiero pensar en eso ahora”.
Y seguimos, confiando en que todo se arregle por sí solo, hasta que ocurre algo que ya no nos permite mirar hacia otro lado. Entonces decimos que no lo vimos venir, cuando en realidad los avisos estaban ahí desde hacía tiempo.
Quizá el aprendizaje esté en no ver esas señales como amenazas sino como una oportunidad para cuidar lo que hemos estado descuidando, para soltar lo que ya no nos hace bien y para escuchar lo que la vida lleva tiempo intentando decirnos… antes de que sea demasiado tarde.