11/11/2025
¿Alguna vez has notado cómo el trauma y el estrés suelen tratarse como algo puramente mental,
cuando en realidad dejan su huella más profunda en el cuerpo?
Cuando algo abrumador sucede, tu sistema nervioso responde de forma instintiva:
los músculos se tensan, la respiración se vuelve superficial, la presión arterial aumenta.
Estas respuestas de supervivencia están grabadas en nuestra fisiología para protegernos en momentos de peligro.
Pero con el estrés crónico o el trauma no resuelto, esas respuestas protectoras pueden quedar atascadas,
repitiéndose mucho después de que la amenaza haya pasado.
Se manifiestan como mandíbula apretada, tensión en las caderas, respiración corta, fatiga crónica, problemas digestivos o desconexión corporal.
A veces reaparecen ante situaciones que solo recuerdan al cuerpo un evento pasado, incluso cuando ya no hay peligro real.
Por eso muchas personas siguen experimentando síntomas físicos y malestar
incluso después de años de terapia verbal que no integra el papel del cuerpo en la sanación.
El cuerpo muestra los síntomas de lo que la mente intentó procesar sin su sabiduría.
La ciencia empieza a confirmar lo que las prácticas corporales saben desde hace tiempo:
cuerpo y mente son inseparables.
No se puede atender a uno sin incluir al otro.
La fascia, rica en terminaciones nerviosas sensoriales, está en comunicación constante con el cerebro,
enviando señales de seguridad o de peligro.
Bajo estrés, estos sistemas indican al cuerpo que se contraiga y se proteja.
Cuando perciben seguridad, le permiten relajarse y recalibrarse.
Por eso el contacto terapéutico, el movimiento consciente y la escucha corporal son tan poderosos:
no fuerzan el cambio, sino que crean las condiciones para que el sistema nervioso salga de la protección y entre en la restauración.
Tu cuerpo no está roto por aferrarse.
Ha estado protegiéndote.
Ahora solo necesita las condiciones adecuadas para sanar.