18/06/2025
Un hedor emana de las grietas de un sistema que se desmorona bajo el peso de sus propias incoherencias.
Un sistema que,
en su delirio normativo,
ha invertido la lógica más elemental,
premiando al transgresor y castigando al ciudadano honesto.
¿Cómo puede ser que la ley, concebida como escudo protector del débil, se convierta en arma arrojadiza contra el que trabaja, ahorra y construye su hogar?
¿Cómo puede ser que un intruso, un usurpador, goce de más derechos que el legítimo propietario, obligado a financiar su expolio durante años, mientras ve cómo su patrimonio se desvanece en la vorágine burocrática?
La imagen es grotesca, absurda, pero real.
Un ciudadano puede ser despojado de su hogar convertirse en rehén del sistema, mientras que, por otro lado, si osa sentarse en una silla de plástico frente a su propia casa, se convierte en objetivo de la justicia, y será sancionado.
La desproporción es obscena, la injusticia, lacerante.
Esta no es una simple anomalía, no es un error aislado.
Es la punta del iceberg de una deriva autoritaria,
de un desprecio sistemático hacia el individuo, de una obsesión por regular hasta el último resquicio de libertad.
Es la señal inequívoca de que algo se ha roto en el tejido social, de que los cimientos de la convivencia se tambalean.
Pero no nos equivoquemos. No estamos indefensos.
La fuerza reside en los pequeños detalles, en la resistencia cotidiana, en la solidaridad vecinal.
En la silla de plástico, símbolo de la libertad individual…
En la denuncia de la injusticia,
en la defensa del derecho a la propiedad,
ahí reside la esperanza de un futuro mejor.
No permitamos que el miedo nos paralice.
No permitamos que la desesperación nos venza.
Porque la dignidad no se negocia, se defiende.
Y la justicia, aunque tarde, siempre llega.