26/07/2025
Un día como hoy, Amy Winehouse dejó de respirar. Pero la verdad es que el mundo la fue apagando mucho antes.
Era brillante, sí. Pero también era humana. Con heridas, adicciones, contradicciones. Una mujer rota que nos regaló una voz irrepetible, una lírica cruda y una presencia que mezclaba el soul de los 60, la melancolía de Billie Holiday y el caos de Camden Town. No necesitó autotune ni fórmulas de éxito. Le bastó ser ella misma… aunque el precio fuera altísimo.
Amy no murió por ser débil. Murió porque nadie la escuchó de verdad. Ni su padre, ni sus parejas, ni su disquera, ni nosotros, que aplaudíamos sus caídas como si fueran parte del espectáculo. La señalábamos como meme antes que como mujer. La expusimos. La exprimimos. La celebramos tarde.
“Back to Black” no fue solo un disco. Fue una carta de despedida anticipada. Cada verso era un grito disfrazado de jazz. Y no lo entendimos. O no quisimos entenderlo.
Hoy, en su aniversario luctuoso, no basta con postear una foto y decir “leyenda”. Hay que hablar de salud mental, de la crueldad de la fama, de lo que significa romantizar el sufrimiento. Hay que dejar de consumir artistas como si fueran Kleenex.
Amy tenía solo 27 años. Le dio al mundo más que muchos con el triple de vida. Y lo hizo mientras se desangraba por dentro.
No fue un ángel caído. Fue una mujer talentosa a la que nadie supo cuidar.
Festejémosla, sí. Pongamos sus canciones. Pero que duela. Que duela cada nota. Porque ella murió cantando lo que nadie se atrevía a decir.
Y nosotros la vimos arder sin hacer nada.
Lo demás… es historia.