01/11/2025
La pedagogía del antídoto: cultivar la tolerancia y la ternura como forma de resistencia
Hay heridas que no sangran: laten en la respiración contenida, en el gesto crispado, en el cuerpo que no soporta el disenso.
La intolerancia nace allí, en la incapacidad de permanecer dentro del propio malestar sin estallar o huir.
Por eso, la tolerancia no se enseña con sermones morales; se aprende en el cuerpo que respira y espera.
En consulta lo veo cada día: detrás del grito hay un sistema nervioso desbordado, una amígdala encendida que confunde diferencia con peligro.
Cuando alguien reacciona con odio, en realidad está diciendo: “No sé cómo sostener lo que me duele.”
El intolerante no teme al otro: teme a su propia vulnerabilidad reflejada en el otro.
Antes de hablar de tolerancia, deberíamos hablar de regulación. Respirar es la forma más primitiva de tolerar.
La exhalación larga calma la tormenta interior y abre espacio a la palabra.
Nombrar la emoción sin culpa —“siento miedo”, “siento rabia”— es un acto de higiene neuronal: devuelve oxígeno a la razón y ternura al juicio.
Educar en tolerancia, desde la clínica o desde el aula, es enseñar a convivir con la diferencia sin sentirla como amenaza.
Es enseñar a la mente infantil que el desacuerdo no destruye el vínculo, que la diversidad puede ser curiosidad y no castigo.
Cada vez que un adulto escucha sin imponer, el cerebro del niño o la niña aprende que el mundo puede ser seguro incluso cuando no lo entiende todo.
En la sociedad ocurre igual.
El odio se expande cuando hay miedo y pobreza emocional.
Una comunidad que no se siente segura busca culpables.
Una comunidad que se siente mirada con empatía busca soluciones.
Por eso la política del cuidado es también una política de regulación: sin calma no hay pensamiento, sin pensamiento no hay justicia.
La tolerancia no significa neutralidad. Significa responder sin reproducir la herida.
Poner límites sin humillar, decir no sin perder la ternura.
Es el arte de sostener firmeza con suavidad, como quien sujeta la rama de un árbol para que el viento no la quiebre.
Y entonces, desde esa pausa corporal y ética, ocurre lo humano:
el rostro del otro deja de ser una amenaza y vuelve a ser un espejo.
La intolerancia se desarma cuando el alma es capaz de permanecer abierta ante el misterio de lo distinto.
Tolerar, al fin, es un acto profundamente poético:
unirse al pulso del mundo sin exigirle que sea igual a uno.
Ternura como forma de resistencia
Hay fuerzas que no se vencen: se abrazan hasta que pierden filo.
La ternura no es debilidad; es el pulso más fuerte de la vida, el que insiste en cuidar incluso cuando todo invita a endurecerse.
En los contextos de trauma, la ternura actúa como una neurovitamina: restaura la confianza en el cuerpo y en el mundo, regula el cortisol, despierta la oxitocina, repara el vínculo.
En la clínica, la ternura se traduce en presencia: el gesto que no invade, la voz que acompasa, la mirada que sostiene sin exigir.
Cada microsegundo de seguridad compartida reorganiza circuitos, devuelve plasticidad a lo que se había vuelto rígido.
Es así como el amor se vuelve sinapsis, como la empatía se convierte en arquitectura neuronal.
Resistir con ternura es negarse a repetir la lógica del daño.
Es comprender que el poder no está en dominar, sino en persistir en la humanidad cuando otros la abandonan.
Es ofrecer cuidado en medio del ruido, y silencio donde antes hubo juicio.
La ternura no borra las heridas, pero les enseña un lenguaje nuevo: el del respeto, la calma, la memoria emocional reconciliada.
Por eso, cada acto de ternura —en consulta, en casa, en la calle— es una forma de resistencia biológica y ética.
Porque el cerebro humano, cuando se siente amado sin condición, deja de pelear… y empieza a aprender de nuevo. Lola Muñoz-Suazo