Spica

Spica Titular Mª Dolores Muñoz Suazo, Licenciada en Psicología. Experta en Género y Síndrome de Défi Gabinete de Psicología.

Psicología Infantil, TDAH, Familia, Parejas, Género.

01/11/2025

La pedagogía del antídoto: cultivar la tolerancia y la ternura como forma de resistencia

Hay heridas que no sangran: laten en la respiración contenida, en el gesto crispado, en el cuerpo que no soporta el disenso.
La intolerancia nace allí, en la incapacidad de permanecer dentro del propio malestar sin estallar o huir.
Por eso, la tolerancia no se enseña con sermones morales; se aprende en el cuerpo que respira y espera.

En consulta lo veo cada día: detrás del grito hay un sistema nervioso desbordado, una amígdala encendida que confunde diferencia con peligro.
Cuando alguien reacciona con odio, en realidad está diciendo: “No sé cómo sostener lo que me duele.”
El intolerante no teme al otro: teme a su propia vulnerabilidad reflejada en el otro.

Antes de hablar de tolerancia, deberíamos hablar de regulación. Respirar es la forma más primitiva de tolerar.
La exhalación larga calma la tormenta interior y abre espacio a la palabra.
Nombrar la emoción sin culpa —“siento miedo”, “siento rabia”— es un acto de higiene neuronal: devuelve oxígeno a la razón y ternura al juicio.

Educar en tolerancia, desde la clínica o desde el aula, es enseñar a convivir con la diferencia sin sentirla como amenaza.
Es enseñar a la mente infantil que el desacuerdo no destruye el vínculo, que la diversidad puede ser curiosidad y no castigo.
Cada vez que un adulto escucha sin imponer, el cerebro del niño o la niña aprende que el mundo puede ser seguro incluso cuando no lo entiende todo.

En la sociedad ocurre igual.
El odio se expande cuando hay miedo y pobreza emocional.
Una comunidad que no se siente segura busca culpables.
Una comunidad que se siente mirada con empatía busca soluciones.
Por eso la política del cuidado es también una política de regulación: sin calma no hay pensamiento, sin pensamiento no hay justicia.

La tolerancia no significa neutralidad. Significa responder sin reproducir la herida.
Poner límites sin humillar, decir no sin perder la ternura.
Es el arte de sostener firmeza con suavidad, como quien sujeta la rama de un árbol para que el viento no la quiebre.

Y entonces, desde esa pausa corporal y ética, ocurre lo humano:
el rostro del otro deja de ser una amenaza y vuelve a ser un espejo.
La intolerancia se desarma cuando el alma es capaz de permanecer abierta ante el misterio de lo distinto.
Tolerar, al fin, es un acto profundamente poético:
unirse al pulso del mundo sin exigirle que sea igual a uno.
Ternura como forma de resistencia
Hay fuerzas que no se vencen: se abrazan hasta que pierden filo.
La ternura no es debilidad; es el pulso más fuerte de la vida, el que insiste en cuidar incluso cuando todo invita a endurecerse.
En los contextos de trauma, la ternura actúa como una neurovitamina: restaura la confianza en el cuerpo y en el mundo, regula el cortisol, despierta la oxitocina, repara el vínculo.
En la clínica, la ternura se traduce en presencia: el gesto que no invade, la voz que acompasa, la mirada que sostiene sin exigir.
Cada microsegundo de seguridad compartida reorganiza circuitos, devuelve plasticidad a lo que se había vuelto rígido.
Es así como el amor se vuelve sinapsis, como la empatía se convierte en arquitectura neuronal.

Resistir con ternura es negarse a repetir la lógica del daño.
Es comprender que el poder no está en dominar, sino en persistir en la humanidad cuando otros la abandonan.
Es ofrecer cuidado en medio del ruido, y silencio donde antes hubo juicio.

La ternura no borra las heridas, pero les enseña un lenguaje nuevo: el del respeto, la calma, la memoria emocional reconciliada.
Por eso, cada acto de ternura —en consulta, en casa, en la calle— es una forma de resistencia biológica y ética.
Porque el cerebro humano, cuando se siente amado sin condición, deja de pelear… y empieza a aprender de nuevo. Lola Muñoz-Suazo

01/11/2025

El cerebro ante la intolerancia: cuando el miedo se disfraza de certeza

La intolerancia, el odio o la rigidez moral no nacen de la fuerza, sino del miedo.
Neurobiológicamente, son respuestas de defensa que se activan cuando el cerebro percibe amenaza: amenaza a la identidad, a las creencias o al sentido de control.
• La amígdala, guardiana del peligro, se enciende con cualquier señal de “diferencia” o “extrañeza”.
Cuanto más alto es el nivel de ansiedad o estrés basal, más probable es que el cerebro interprete la diversidad como amenaza.
• La corteza prefrontal, donde habita la empatía y la autorreflexión, se desconecta bajo miedo o ira.
Por eso, en discusiones políticas o religiosas intensas, la capacidad de razonar se apaga y solo queda la defensa visceral.
• Y ahí aparece el fenómeno fascinante del sesgo de confirmación: el cerebro busca solo la información que reafirma lo que ya cree, como un niño o niña asustado-a que tapa los oídos para no escuchar algo que le incomoda.

Así que, en realidad, el intolerante no “odia” porque es malvado, sino porque su sistema nervioso no tolera la ambigüedad ni la incertidumbre.
Y eso se traduce en rigidez moral y necesidad de control externo.

2. La mentira y la dopamina: el placer de tener razón

Desde la neurociencia afectiva, mentir o escuchar una mentira coherente con lo que creemos activa el circuito de recompensa dopaminérgico.
Cada vez que un grupo reafirma su versión del mundo, se libera dopamina: placer, pertenencia, seguridad.
Por eso la mentira compartida es tan poderosa: no apela a la razón, sino al vínculo.

Combatir la mentira, entonces, no se logra solo con datos, sino con vínculos que ofrezcan un placer alternativo: el de comprender, el de confiar, el de pensar juntos.

#3. El odio y la biología de la deshumanización

El odio es una forma extrema de defensa emocional.
Neuropsicológicamente, implica una desconexión del sistema empático (ínsula y corteza cingulada anterior).
El otro deja de ser un ser humano y se convierte en símbolo.
Por eso los discursos de odio necesitan despersonalizar: “no son personas, son una amenaza”.

La única manera de contrarrestarlo es re-humanizar.
En el cerebro, la empatía se activa no por argumentos, sino por rostros, voces, gestos y narrativas personales.
Cada vez que devolvemos al otro su historia, se encienden las neuronas espejo y se restablece el vínculo emocional que el odio había roto.
4. Ética y sociedad: del control al cuidado

Aquí entra la mirada ética.
El intolerante necesita jerarquías claras para sentirse seguro: arriba y abajo, correcto e incorrecto, puro e impuro.
Pero la ética del cuidado y la neuroeducación proponen una estructura sin humillación, una firmeza sin castigo.
• El control pertenece al miedo.
• El cuidado pertenece al amor consciente.

El amor consciente no idealiza ni calla: pone límites sin humillar, y escucha sin perder la propia voz.

5. ¿Cómo se combate, entonces, al intolerante?
1. No reaccionando desde la misma frecuencia emocional.
Si el otro grita, el silencio puede ser el espejo que lo desarme.
2. No buscando “ganar”, sino preservar la posibilidad de pensar.
3. Creando espacios seguros para el pensamiento complejo.
La tolerancia florece donde la ambigüedad no asusta.
4. Acompañando sin justificar.
Se puede poner límite al discurso de odio sin odiar a quien lo dice.
5. Cuidando el propio sistema nervioso.
Nadie puede ser tolerante con un cerebro en modo supervivencia.

29/10/2025

Trastornos de la Conducta Alimentaria: cuerpos en conflicto, cerebros en alerta y emociones en silencio
Introducción

Los Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA) representan una de las formas más dolorosas de sufrimiento psicológico contemporáneo. No se trata de un simple problema de alimentación, sino de una ruptura profunda entre el cuerpo, la emoción y la identidad, atravesada por presiones culturales, mandatos de género y respuestas neurobiológicas al estrés.
Bajo la apariencia de control —“comer menos”, “contar calorías”, “purificarse”, “entrenar más”—, late una búsqueda desesperada de equilibrio, seguridad y aceptación.
El cuerpo se convierte así en un lenguaje de la emoción reprimida, un campo de batalla donde la mente intenta reparar lo que el entorno fracturó.

1. Qué es un TCA

Un Trastorno de la Conducta Alimentaria es una alteración persistente de los hábitos alimentarios o de la percepción corporal que interfiere significativamente con la salud física y emocional.
Entre los más frecuentes se encuentran la anorexia nerviosa, la bulimia nerviosa, el trastorno por atracón y los trastornos especificados no clasificados (TCANE).
Más allá del diagnóstico, los TCA expresan una dificultad para regular las emociones y una necesidad de control frente al caos interno.

2. Prevalencia según género e identidad

Durante décadas, los TCA se consideraron “trastornos femeninos”, invisibilizando a los hombres y a las diversidades de género. Hoy sabemos que las cifras se están transformando.
En adolescentes, la prevalencia global se sitúa en torno al 2,7% (3,8% en mujeres y 1,5% en hombres). Las personas trans y no binarias presentan mayor prevalencia y riesgo, debido al conflicto entre cuerpo, identidad y aceptación social.
La lectura desde la perspectiva de género invita a ir más allá de la estadística: el modo de enfermar también tiene género.

3. El aumento de casos: una sociedad que devora y se devora

Según Nature Mental Health (2024), los casos aumentaron un 30% desde la pandemia, y la edad de inicio se ha adelantado hasta los 9–11 años.
Las causas incluyen la pandemia, redes sociales, presión estética, inseguridad emocional y mandatos de control corporal.
Vivimos en una cultura que exige control, productividad y perfección; caldo de cultivo para que el cuerpo se convierta en refugio o prisión.

4. Causas neurobiológicas y emocionales

Los TCA son multicausales y se desarrollan en la intersección entre biología, emoción y entorno.
Incluyen alteraciones en dopamina, serotonina y noradrenalina; hiperactivación de la amígdala; disminución del control prefrontal; y alta comorbilidad con TDAH y ansiedad.
A nivel psicológico, destacan el perfeccionismo, la alexitimia y el apego inseguro. Los TCA pueden entenderse como estrategias de supervivencia emocional.

5. Perspectiva de género y contexto sociocultural

La sociedad convierte el cuerpo en capital simbólico. Desde la infancia, los mensajes son claros: “Si eres delgada, te verán. Si eres fuerte, te respetarán.”
El patriarcado y la cultura de la imagen modelan cerebros que asocian el amor con la aprobación estética. En varones, la cultura fitness deriva en vigorexia; en diversidades, el cuerpo se vuelve territorio de lucha.

6. Factores familiares y educativos

Los estilos parentales influyen poderosamente: el autoritario refuerza el control, el permisivo la impulsividad, el negligente el vacío emocional.
El acompañamiento empático y la validación emocional reducen el riesgo, especialmente en adolescentes con TDAH.

7. Hacia una comprensión integradora y empática

Los TCA no se curan solo con menús o pesajes; se reparan en el vínculo, en la mirada que no juzga y en la emoción que se atreve a ser nombrada.
Requieren intervenciones multidisciplinarias y una ética del cuidado basada en la ternura organizada.

8. Conclusiones

Los TCA son un espejo donde nuestra cultura refleja su desamor. Son una forma silenciosa de decir “no puedo más” en sociedades que premian el control y castigan la vulnerabilidad.
Mirarlos desde la neurociencia y la perspectiva de género permite comprender que no hay cuerpo enfermo sin emoción silenciada, ni emoción silenciada sin historia.
Lola Muñoz-Suazo

Referencias seleccionadas
• Murray, S. B., et al. (2023). Gender and s*x in eating disorders: A narrative review. Frontiers in Psychology / PMC.
• National Institute of Mental Health (2023). Eating Disorders Statistics.
• Nature Mental Health (2024). Global rise in eating disorders post-pandemic.
• International Journal of Pediatrics (2025). Prevalence of eating disorders in children and adolescents: a meta-analysis (1999–2022).
• National Eating Disorders Association (2024). Risk factors and prevention strategies.
• Scielo (2023). Influence of family and school in body dissatisfaction among adolescents.

17/10/2025

La importancia de la intervención en el bullying: entre la herida y la reparación

El bullying no es un simple conflicto infantil: es una forma de violencia relacional que deja huellas profundas en la identidad, la autoestima y la neurobiología del niño o la niña que lo sufre. Cuando una infancia se ve atrapada en el miedo, la humillación o el aislamiento social, el cerebro aprende a sobrevivir, no a confiar. Por eso, intervenir en el bullying no es solo un deber educativo o social, sino un acto de reparación emocional y ética.

El silencio como cómplice

El bullying prospera en los climas donde el silencio se disfraza de neutralidad. No intervenir es, sin quererlo, tomar partido por el agresor. El entorno que calla —ya sea la escuela, la familia o la comunidad— se convierte en un escenario de re-traumatización. El niño acosado no solo sufre por la violencia directa, sino también por la indiferencia de los adultos que deberían protegerle.
El cerebro infantil, altamente sensible a las experiencias sociales, interpreta esa falta de respuesta como una confirmación de su falta de valor. Así, el miedo se consolida como memoria emocional, y el cuerpo aprende a anticipar el dolor incluso cuando el peligro ya ha pasado.

La mirada neuroeducativa

Desde la neurociencia afectiva, sabemos que las experiencias de exclusión o burla activan las mismas áreas cerebrales que el dolor físico —especialmente la corteza cingulada anterior—. Es decir: el bullying duele de verdad, y ese dolor moldea el desarrollo emocional.
Intervenir implica crear entornos donde se restaure la seguridad y la pertenencia, activando el sistema de calma (oxitocina y serotonina) frente al sistema de amenaza (cortisol y adrenalina). La prevención del bullying no comienza en el castigo, sino en la educación emocional y la co-regulación: enseñar a nombrar lo que sentimos, pedir ayuda sin vergüenza y reparar sin humillar.

El papel del adulto: testigo, guía y espejo

Los adultos no deben ser espectadores, sino testigos activos del cuidado. Intervenir no significa castigar de inmediato, sino comprender el mapa emocional de todos los implicados: víctima, agresor y espectadores.
El niño que agrede también comunica un dolor no elaborado, una desconexión empática o una necesidad de control nacida del miedo. Por eso, la intervención debe ser educativa, no punitiva, orientada a restaurar el vínculo y la empatía, no solo a imponer sanciones.

Una perspectiva de género y de derechos

Las dinámicas de bullying están atravesadas por el género: las niñas suelen ser agredidas mediante la exclusión social y la humillación emocional; los niños, mediante la violencia física o la burla por no encajar en los estereotipos de fuerza y dominación.
Incorporar la perspectiva de género permite entender que el bullying reproduce los mandatos patriarcales desde edades tempranas: quien no cumple el modelo hegemónico es castigado con la burla o el rechazo. Intervenir, por tanto, también es un acto de equidad: enseñar que la diversidad no es amenaza, sino riqueza.

Intervenir es cuidar la esperanza

Cada vez que un adulto nombra lo injusto, protege la inocencia. Cada vez que una escuela decide mirar de frente el conflicto y acompañar, no castigar, se siembra futuro. La intervención en el bullying no solo repara a quien fue herido, sino que transforma el clima emocional de toda la comunidad educativa.
Porque prevenir la violencia es, en última instancia, enseñar ternura organizada: una ternura que pone límites, que sostiene y que recuerda a cada niño y niña que merece ser visto, escuchado y cuidado.

Conclusión

Intervenir en el bullying no es una opción, sino una responsabilidad compartida entre familias, educadores y sociedad. Es un acto de justicia emocional que protege el derecho más básico de toda infancia: crecer sin miedo.
Cuando los adultos asumen su papel de cuidadores conscientes, el mensaje que transmiten es poderoso: no estás solo, tu dolor importa, y el mundo puede ser un lugar seguro. Lola Muñoz-Suazo

Mi hijo adolescente se ha convertido en un ‘bro’ de la manosfera, ¿qué puedo hacer? vía
31/10/2024

Mi hijo adolescente se ha convertido en un ‘bro’ de la manosfera, ¿qué puedo hacer? vía

Culto al cuerpo, coches de lujo, misoginia y capitalismo extremo son algunas de las ideas que se difunden en un ámbito digital dominado por las ideas antifeministas al que algunos adolescentes, especialmente chicos, acuden en búsqueda de su identidad y pertenencia al grupo

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