30/10/2025
SOBRE LA LUX, ROSALÍA Y LA MONTAÑA ARBOLADA 🌓
(o las mentiras que nos contamos — o las verdades que no somos capaces de sostener — a 7,83 Hz x 10)
Manifiesto para mis amigos, o para quienes tengan la Voluntad de Saber
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Vivimos al borde del colapso.
Entre la verdad y la mentira que nos contamos.
Como la luna: mitad luz, mitad sombra, sostenida en una danza que nadie puede detener.
Decía Nietzsche que el ser humano miente incluso cuando la luz lo ciega,
porque dejar de mentir implicaría dejar de ser quien cree que es.
Y eso —ese pequeño acto de rendición— nos resulta insoportable.
Así que sostenemos la mentira con más mentiras,
construimos templos de discurso para no ver la evidencia:
que la verdad no se busca, solo se soporta.
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Nos tapamos los ojos y seguimos interpretando,
como dirían Deleuze y Guattari, dentro de la máquina de descifrarlo todo,
esa maquinaria del ego que solo reconoce lo que conoce
y llama ilusión a todo lo que no ha podido experimentar.
Pero el misterio no cabe en la máquina.
Y el ego, asustado, le llama peligro a lo nuevo.
No negamos lo falso, negamos lo desconocido.
Y así, cegados por nuestra propia interpretación,
seguimos defendiendo trincheras hechas de miedo,
sin entender que el campo está cambiando, que el sol arde más fuerte,
que la Tierra tiembla y que el cosmos nos está hablando.
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Tres señales nos sitúan en este umbral:
El Sol, en su máximo ciclo solar en veinte años,
nos expande la conciencia como una herida luminosa.
El campo magnético terrestre, en su punto más débil,
disuelve nuestras defensas más arraigadas,
las murallas psíquicas del ego, las trincheras donde escondemos la fragilidad.
Y la visita del Atlas 3i, viajero interestelar,
que nos trae lo acuariano, lo nuevo, lo que el ego teme porque aún no lo ha vivido.
Todo está alineado: la conciencia se expande,
las defensas se abren, lo desconocido se aproxima.
No es el fin del mundo:
es el fin de la versión del mundo que el ego podía soportar.
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Y mientras tanto, abajo, en la superficie,
seguimos adorando al reloj.
Hemos normalizado la violencia.
Una violencia pulida, bien vestida,
bendecida por el despertador y el contrato.
Nos levantamos a las seis de la mañana,
entregamos el cuerpo a oficinas, fábricas, pantallas,
y lo llamamos dignidad.
Pero hay algo roto en esa costumbre.
Cuando el cuerpo se arranca de su propio ritmo,
cuando amanece cansado, desconectado, obediente,
se corta el vínculo con la Tierra, con el alma, con la respiración.
Esa fractura cotidiana es una de las formas más sofisticadas de violencia:
la amputación del deseo, del descanso, del tiempo propio.
El cuerpo se vuelve engranaje,
la presencia se convierte en producto.
Y mientras el alma se encoge,
le llamamos a eso normalidad.
Krishnamurti lo dijo con precisión:
“No es un signo de buena salud estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma.”
El sistema nos captura con su macabro abracadabra,
nos hipnotiza con su mantra de productividad y seguridad,
y nosotros —obedientes— decimos “sí”.
Esta violencia no golpea con puños: golpea con relojes.
No deja moratones: deja cansancio crónico del alma.
Y a esa lenta mutilación diaria, la hemos llamado vida.
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Incluso el in****no se ha privatizado.
Berghain —símbolo de anarquía, de libertad, de piel sin juicio—
también ha sido capturado por el capital.
Yo he entrado siempre sin hacer cola, porque hay que tener amigos hasta en el in****no.
Pero sé lo que Berghain significaba:
un refugio donde los cuerpos eran soberanos,
donde la ternura podía expresarse sin vigilancia.
Ahora, hasta eso tiene precio.
Y el deseo, otra vez, se ha vuelto mercancía.
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Entonces, ¿qué nos queda?
Subir la montaña.
Como en Hyperballad, lanzar la basura al vacío,
todo lo que el ego ha acumulado para sostener su mentira.
Ver cómo se rompe, escuchar el estruendo.
Imaginar, por un segundo, que es el propio cuerpo el que cae,
y después volver al amor —vacíos, transparentes, vivos.
Nademos aguas profundas.
Soltemos lo que ya no vibra.
Que algo muera dentro, sí —pero que muera bien.
Solo así podremos abrazar el amor desde el vacío,
no como refugio, sino como verdad.
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Caballos blancos y salvajes me llevarán lejos,
y la ternura que siento
desahogará la oscuridad que yace debajo.
¿Los seguiré?
(The Rip — Portishead)
Sí.
Los seguiré.
Porque el 1 de noviembre,
cuando los velos se abren,
la muerte simbólica nos llama con voz de madre.
Y morir, aquí, no es desaparecer:
es recordar quiénes somos antes del miedo.
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A mis amigos.
A los que tienen la voluntad de saber.
A quienes aún sienten que la verdad vibra más lento que el ruido.
Que podamos mirar al abismo y reconocernos.
Que podamos morir un poco para volver a vivir despiertos.