17/12/2025
Dicen que, cuando llega diciembre y el mundo se detiene un poco, los árboles de Navidad aprenden a hablar en silencio.
No lo hacen con palabras, claro. Lo hacen con luces.
Cada pequeña luz que se enciende no está ahí para decorar, sino para recordar. Es una antigua leyenda —susurrada de generación en generación— que cuenta que esas luces son las almas de quienes amamos y ya no caminan a nuestro lado. No se fueron del todo, aprendieron otra forma de estar.
Al principio son tímidas. Parpadean como si pidieran permiso. Luego se afirman, brillan, encuentran su sitio entre las ramas. Dicen que cada una elige el lugar exacto desde el que puede vernos mejor, el rincón del sofá donde nos sentamos a pensar, la mesa donde reímos demasiado fuerte, la ventana por la que miramos cuando extrañamos.
No iluminan el árbol para que se vea bonito. Lo iluminan para que no tengamos miedo.
Cuando las noches se alargan y el frío aprieta, ellas se encienden para decirnos, estamos aquí. Para recordarnos que el amor no entiende de ausencias, que la muerte no sabe apagar lo que fue verdadero. Por eso no hacen ruido. Porque el amor, cuando es profundo, no necesita explicarse.
Si te acercas lo suficiente, casi puedes reconocerlas. Hay luces que brillan con la calma de una madre, otras con la risa desordenada de un amigo, algunas con la ternura torpe de quien nos quiso sin saber cómo hacerlo mejor. No todas brillan igual, porque nadie amó de la misma manera.
Y cuando apagamos el árbol al final de la noche, no desaparecen. Se quedan ahí, esperando. Saben que volveremos a encenderlas. Saben que siempre lo hacemos.
Por eso, cada Navidad, al mirar el árbol iluminado, sentimos una emoción extraña, una mezcla de alegría y nostalgia. No es tristeza. Es memoria encendida.
Porque mientras esas luces sigan brillando, nadie que haya sido amado estará realmente perdido.