25/11/2025
A veces pienso —sin demasiada disciplina, como quien se sienta frente al mar y deja que la marea decida por él— en la música que me gustaría que sonara el día de mi funeral. No es morbo, ni tampoco nostalgia anticipada. Es más bien un intento torpe de imaginar qué quedará de mí cuando ya no quede yo.
Si pudiera elegir, pediría una melodía que no hiciera llorar a nadie, pero que tampoco escondiera la herida. Una música que fuese un puente, entre el silencio y la vida, entre los que se quedan y yo, que me voy a algún lugar donde no sabré si hay acordes o simplemente un gran telón de fondo blanco.
Tal vez un piano. Algo que empezara despacio, casi tímido, como el paso de los que entran en una iglesia o en un claro del bosque sin saber dónde sentarse. Una pieza que se expandiera lentamente, como si recordara mis horas favoritas: esas tardes en las que la luz se estiraba sobre las mesas y no pasaba nada extraordinario. Y, sin embargo, la vida estaba ahí, entera, perfecta en su fragilidad.
No querría épicas ni violines que se desangran. Preferiría un tema que invitara a pensar que la existencia fue un largo pasillo lleno de ecos, algunos hermosos, otros torpes, pero todos míos. Algo que dejara a los presentes con la sensación de que, incluso en la última página, había todavía un acorde por resolver. Como si la música dijera: «Míralo, se fue sin prisa, como quien cierra una puerta para no despertar a nadie».
Y, cuando la melodía terminase, me gustaría que quedara un silencio bueno. De esos que no duelen, sino que sostienen. Porque al final, creo, todos somos un poco eso, la música que quisimos dejar sonando cuando las palabras ya no podían acompañarnos.
¿Qué música te gustaría que sonara en el tuyo?