13/07/2020
La placenta humana, con su bella forma de árbol y sus colores vibrantes, es un órgano prodigioso. Unida a la pared interna del útero y al bebé en formación, representa el estrecho y delicado vínculo materno-fetal asegurando un flujo vital constante, como el árbol que hunde sus raíces en la tierra para nutrir al fruto. La placenta desempeña una multitud de funciones esenciales para el desarrollo y la protección del bebé durante el embarazo garantizando la provisión de nutrientes, oxígeno, hormonas, anticuerpos, así como la eliminación de desechos, sin que la sangre de la madre y del bebé se mezclen.
Además de las funciones nutricional, pulmonar, endocrina y de evacuación, la barrera placentaria asegura la protección física y biológica del pequeño humano durante su gestación. La placenta protege al feto en sus membranas (“la bolsa de las aguas”), un envoltorio suave y resistente, a la vez que contiene el líquido amniótico, manteniéndolo estéril y a temperatura constante. Aunque algunos tóxicos como el alcohol, el tabaco o ciertos fármacos logran traspasarla, la placenta resguarda al bebé de gran número de sustancias nocivas y agentes patógenos actuando de filtro.
También protege al feto enviando a la madre un mensaje inmunitario para “ocultarlo” de su sistema inmune, neutralizando posibles respuestas de rechazo por parte de anticuerpos maternos. La placenta vela por la vida del nuevo ser desde su etapa embrionaria y hasta después de su nacimiento, permaneciendo unida a la matriz materna y proporcionando oxígeno y nutrientes no sólo durante el embarazo y el parto, sino también inmediatamente después. Cuando el cordón umbilical no se secciona de inmediato tras el nacimiento, puede seguir latiendo entre cinco y treinta minutos, suministrando un aporte extra de oxígeno al bebé que facilita su adaptación a su nuevo medio aéreo. Además, existe evidencia de que el corte tardío del cordón umbilical previene las deficiencias en hierro durante el primer año de vida del bebé.