07/10/2025
Mi hija me pidió que la cambiara de colegio.
Así. Sin lágrimas. Sin enojos. Sin rabia.
Solo se me acercó mientras yo preparaba la cena y dijo despacio:
—“¿Puedo estudiar en otro lugar?”
Le pregunté si había pasado algo.
Me dijo que no.
Le pregunté si no tenía amigas.
Me dijo que no sabía.
Entonces le pregunté si alguien la trataba mal.
Y se quedó callada.
Esa noche no pegué los ojos.
Al día siguiente inventé que tenía que hablar con la directora.
Pero en realidad fui a mirar.
Me quedé en un pasillo y esperé al recreo.
Y ahí la vi.
De pie junto a la verja, con el termo en la mano, mirando al suelo.
Un grupo de niñas pasó y se empujaron entre ellas riéndose.
Un niño le tiró el jugo en la blusa y salió corriendo.
Otra niña le sacó una foto escondida con el celular y la mostró entre risas.
Ella no dijo nada.
Solo apretó los labios.
Como si ya estuviera acostumbrada.
Pero lo que más me dolió no fue eso.
Fue ver que una profesora pasó justo en ese momento.
La miró.
Miró a los otros.
Y siguió caminando como si nada.
Como si mi hija fuera invisible.
Después escribí al colegio.
Les conté lo que ella me había insinuado.
Que en el aula le escondían los cuadernos.
Que en los pasillos le ponían sobrenombres.
Que en el grupo de WhatsApp se burlaban de sus fotos.
Me respondieron con la típica frase:
—“No se preocupe, son cosas de muchachos. Lo estamos manejando.”
Pero no hicieron nada.
Nada.
Esa tarde, al volver a casa, me preguntó bajito:
—“¿Ya lo pensaste?”
Le respondí que sí.
Y que no tenía que volver más a ese colegio.
No preguntó por qué.
Solo dejó su mochila en la esquina y respiró profundo.
Como quien por fin suelta un peso que llevaba cargando sola.
Ahora estudia en otro lugar.
Ni más grande.
Ni más moderno.
Solo más humano.
Donde la miran a los ojos.
Donde la llaman por su nombre.
Y donde no tiene que hacerse pequeña para no ser molestada.
Porque un niño —o una niña— no pide un cambio de colegio por antojo.
Lo pide cuando ya no puede más.
Y lo más desgarrador no es lo que hacen sus compañeros…
sino lo que no hacen los adultos que se supone debían cuidarla.
Y ojalá esto no fuera tan común.
Ojalá no fuera yo una de tantas madres que aprendió demasiado tarde.
Porque hay algo que nunca se olvida:
el día en que tu hija te pide, casi en susurros,
que la saques del único lugar donde debería sentirse protegida.
Historia anónima