Psicoterapia Breve Sistémica

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En la Atenas del siglo IV a.C., Platón observaba cómo los padres de su tiempo intentaban moldear a sus hijos a golpes de...
29/10/2025

En la Atenas del siglo IV a.C., Platón observaba cómo los padres de su tiempo intentaban moldear a sus hijos a golpes de tradición.
Guerreros querían que sus hijos empuñaran espadas, comerciantes que heredaran los mismos negocios, y políticos que siguieran sus ambiciones.
Pero uno de sus alumnos más brillantes —Aristóteles— le mostró una verdad que cambiaría su forma de pensar.

El joven Aristóteles no creía en las ideas rígidas de su maestro. Cuestionaba, investigaba, disecaba la realidad con un método nuevo, casi irreverente.
Platón, en lugar de castigarlo, lo observó con respeto. Entendió que el pensamiento no evoluciona repitiendo el pasado, sino desafiándolo.

Con los años, Aristóteles fundó su propia escuela y formó a Alejandro Magno, quien conquistaría el mundo conocido.
Y así, el discípulo que se atrevió a pensar distinto se convirtió en el fruto más poderoso del maestro que supo dejarlo crecer a su manera.

Reflexión: padres y líderes:
Muchos padres y líderes fracasan porque confunden educar con imponer.
El amor no es control, es guía. No estás criando una réplica de ti, sino una mente destinada a superar tus límites.
Deja que los tuyos enfrenten su tiempo con sus propias herramientas.
Porque el mayor legado no es el camino que les trazas, sino la libertad de construir el suyo.

Educar no es dictar, es sembrar.

Cuando algo te falta, nace la necesidad. Y de esa necesidad surgen esquemas mentales, auténticos algoritmos emocionales ...
26/10/2025

Cuando algo te falta, nace la necesidad. Y de esa necesidad surgen esquemas mentales, auténticos algoritmos emocionales que se grabaron en tu infancia para protegerte de lo que dolía o para retener lo que te hacía bien.
Si aquello fue miedo, aprendiste a evitarlo.
Si fue afecto, aprendiste a desearlo.
Ambos programas se activan sin que lo notes, repitiéndose una y otra vez, hasta que tomas conciencia de ellos.
Estar necesitando algo de alguien —una palabra, una mirada, una atención— te coloca en una actitud expectante, en un deseo perpetuo que puede transformarse en vacío.
Y cuando no lo consigues, ese vacío se llena de rabia, frustración o tristeza.
La introspección te permite verlo:
esa sensación de necesidad no es más que el eco de un vacío antiguo que pide ser reconocido.
Para sanarlo, debes volver a sentir lo que un día anestesiaste para sobrevivir. Es un trabajo lento, pero profundamente curativo.
Aplícate a sanar tus heridas,
porque ya sabes que puedes hacerlo.

Eric Feart

Un día, te vas a dar cuenta que ya no estás en la vida de tu mujer aunque sigan bajo el mismo techo.Vas a verla reír, pe...
20/10/2025

Un día, te vas a dar cuenta que ya no estás en la vida de tu mujer aunque sigan bajo el mismo techo.
Vas a verla reír, pero ya no por ti.
Vas a escuchar su voz, pero ya no te hablará.
Te va a servir el café como siempre, pero ya no tendrá ese gesto de cariño escondido entre sus dedos.

Y cuando la mires, vas a notar algo que antes no habías querido ver: que su mirada se fue, aunque su cuerpo siga ahí.
Porque una mujer no se va el día que empaca sus cosas.
Se va mucho antes… el día que deja de insistir, de explicar, de llorar, de reclamar.
El día que entiende que nada de lo que diga va a cambiar lo que ya se rompió.

Y tú, tal vez sigas ahí creyendo que todo está bien, que las rutinas son normales, que el silencio es paz…
Pero un día, cuando intentes abrazarla y sientas que su cuerpo está frío, distante, ajeno… entenderás que ya no estás.
Que perdiste su alma mientras te distraías con todo lo demás.

Y será ahí, en medio del mismo techo, cuando te golpee la verdad más dura:
que no hay ausencia más triste que la de una mujer que aún está… pero ya no te pertenece.
Se desconoce el Autor.

En la Atenas del siglo IV a.C., Platón observaba cómo los padres de su tiempo intentaban moldear a sus hijos a golpes de...
12/10/2025

En la Atenas del siglo IV a.C., Platón observaba cómo los padres de su tiempo intentaban moldear a sus hijos a golpes de tradición.
Guerreros querían que sus hijos empuñaran espadas, comerciantes que heredaran los mismos negocios, y políticos que siguieran sus ambiciones.
Pero uno de sus alumnos más brillantes —Aristóteles— le mostró una verdad que cambiaría su forma de pensar.

El joven Aristóteles no creía en las ideas rígidas de su maestro. Cuestionaba, investigaba, disecaba la realidad con un método nuevo, casi irreverente.
Platón, en lugar de castigarlo, lo observó con respeto. Entendió que el pensamiento no evoluciona repitiendo el pasado, sino desafiándolo.

Con los años, Aristóteles fundó su propia escuela y formó a Alejandro Magno, quien conquistaría el mundo conocido.
Y así, el discípulo que se atrevió a pensar distinto se convirtió en el fruto más poderoso del maestro que supo dejarlo crecer a su manera.

Reflexión:
Muchos padres y líderes fracasan porque confunden educar con imponer.
El amor no es control, es guía. No estás criando una réplica de ti, sino una mente destinada a superar tus límites.
Deja que los tuyos enfrenten su tiempo con sus propias herramientas.
Porque el mayor legado no es el camino que les trazas, sino la libertad de construir el suyo.

Educar no es dictar, es sembrar.
Créditos a su autor

Nos enseñaron que una “buena madre” se hunde por sus hijos.Que sufre en silencio, que aguanta, que da todo… incluso cuan...
09/10/2025

Nos enseñaron que una “buena madre” se hunde por sus hijos.
Que sufre en silencio, que aguanta, que da todo… incluso cuando ya no puede más.

Y esa imagen —la de una madre sosteniendo al hijo por encima del agua mientras ella se ahoga— se volvió símbolo de amor.
Pero no debería serlo.

Una mamá que se ahoga no puede enseñar a flotar.
No puede cuidar si no tiene aire.
No puede acompañar si se queda sin fuerza.

Porque si nos hundimos, se hunden ellos después.
Literal y metafóricamente.

El amor de una madre no debería medirse por cuánto duele,
sino por cuánta vida conserva para seguir sosteniendo, con calma, con presencia, con salud.

Amar también es aprender a respirar.
Por ti, y por ellos.

Créditos al Autor

Muchas gracias!!!... Estimados lectores.

“Hoy un niño de siete años me dijo que yo no servía para nada.”Así empezó mi último día como maestra en una escuela públ...
08/10/2025

“Hoy un niño de siete años me dijo que yo no servía para nada.”
Así empezó mi último día como maestra en una escuela pública.

No lo dijo con burla ni enojo. Lo dijo con esa indiferencia inocente con la que los niños comentan el clima:
“Usted ni sabe hacer TikTok. Mi mamá dice que la gente vieja como usted ya debería jubilarse.”

Sonreí. Ya aprendí a no tomar esas cosas tan a pecho.
Pero, aun así, sentí cómo algo se rompía un poquito más dentro de mí.

Me llamo señora Carter.
He sido maestra de primer grado en una escuelita cerca de Columbus, Ohio, durante 36 años.
Y hoy empaqué mi salón por última vez.

Cuando empecé, allá por los ochenta, ser maestra era casi una vocación sagrada.
Nos confiaban lo más valioso: sus hijos.
No ganábamos mucho, pero había respeto. Y eso bastaba.

Los papás llegaban con brownies a las juntas de padres.
Los niños me hacían tarjetas de cumpleaños llenas de faltas de ortografía y corazones chuecos.
Y cuando uno de ellos lograba leer su primera oración en voz alta… no había pago que se comparara con esa alegría.

Pero algo cambió.
Despacio, sin ruido, año tras año.
Hasta que un día miré alrededor del salón… y ya no reconocí mi trabajo.

No es solo por las tabletas, los pizarrones digitales o las apps.
Es el cansancio.
La falta de respeto.
La soledad.

Antes pasaba las noches recortando manzanas de papel para decorar el salón.
Ahora las paso llenando reportes de conducta en una aplicación, “por si algún padre quiere demandar”.

He sido gritada frente a mi grupo.
No por los niños… sino por los padres.
Uno me dijo:
— Usted claramente no sabe tratar a los niños. Vi un video suyo en el celular de mi hijo.
El niño me había grabado mientras yo intentaba calmar a otro pequeño en crisis.

Nadie me preguntó cómo estaba.
A nadie le importó que me sostenía a punta de café, chicle y pura fuerza de voluntad.

Los niños también cambiaron.
Y no es su culpa.

Crecen en un mundo rápido, ruidoso, saturado.
Llegan sin dormir, pegados a las pantallas, con la cabeza llena de estímulos.
Algunos llegan enojados. Otros, asustados.
Hay quienes no saben sostener un lápiz, esperar su turno o decir “por favor”.

Y esperan que los maestros arreglemos todo eso.
En seis horas.
Con 28 alumnos.
Sin auxiliares.
Y con un presupuesto que apenas alcanza para comprar galletas.

Recuerdo cuando mi salón era un refugio.
Teníamos cojines en el rincón de lectura.
Cantábamos todas las mañanas.
Aprendíamos a ser amables antes que a multiplicar.

Ahora nos exigen enfocarnos en “indicadores de aprendizaje”, “datos medibles” y “resultados evaluables”.
Mi valor se mide por qué tan bien rellena las burbujas de un examen un niño de seis años.

Una vez mi director me dijo:
— Es que usted es demasiado tierna. El distrito quiere resultados.
Como si la empatía fuera un defecto.

Seguí adelante, porque siempre había momentos que lo valían.
Pequeños milagros.

Un niño que me dijo en voz bajita: “Usted es como mi abuela. Ojalá pudiera vivir con usted.”
Otro que me dejó una nota: “Aquí me siento seguro.”
Y aquel niño tímido que un día levantó la mirada y dijo con orgullo: “¡Lo leí solito!”

Me aferré a esos momentos como a salvavidas.
Porque me recordaban que sí importaba, aunque el mundo insistiera en lo contrario.

Pero este último año me rompió.
La violencia aumentó.
Un alumno aventó una silla. Otro amenazó con “traer algo de su casa” después de que le pedí sentarse.

Mi teléfono de aula se volvió una línea directa de emergencias.
La orientadora renunció en octubre.
Y para noviembre ya no quedaban suplentes disponibles.
El agotamiento se podía respirar, como una niebla espesa de desesperanza.

Y yo…
Yo empecé a sentirme invisible. Reemplazable.
Como una herramienta vieja en un mundo digital que ya no necesita el toque humano.

Hoy empaqué mi salón.
Despegué dibujos descoloridos de las paredes, algunos de hace décadas.
Encontré una caja con cartas de agradecimiento de una clase de 1995.
Una decía:
“Gracias por quererme, incluso cuando me portaba mal.”

Lloré.
Porque antes, ser maestra significaba algo.
Ahora parece un trabajo por el que uno tiene que disculparse.

No hubo fiesta. Ni discurso.
Solo un apretón de manos del nuevo director, que me llamó “señora” y miró su celular a la mitad de la despedida.

Dejé mi caja de calcomanías. Mi mecedora. Mi paciencia.
Pero me llevé la memoria de cada niño que alguna vez me miró con ternura, con confianza o con alivio.
Eso es mío. Nadie puede quitármelo.

No sé qué sigue.
Tal vez me ofrezca como voluntaria en la biblioteca.
Tal vez aprenda a hornear pan desde cero.
O simplemente me siente en el porche con una taza de té, recordando un mundo que solía sentirse más amable.

Porque lo extraño.
Extraño cuando los maestros éramos aliados, no blancos de críticas.
Cuando los padres y las escuelas trabajaban juntos.
Cuando educar significaba crecer, no solo calificar.

Si alguna vez has sido maestro, lo sabes.
No lo hicimos por las vacaciones.
Lo hicimos por el niño que aprendió a amarrarse las agujetas.
Por el que sonrió después de semanas de silencio.
Por los que nos necesitaron de formas que ningún examen podría medir.

Lo hicimos por amor. Por esperanza.
Por creer en algo mejor.

Así que si ves a un maestro —de ayer o de hoy—, agradécele.
No con una taza ni con una manzana.
Hazlo con tus ojos, con tu voz, con tu respeto.

Porque en un mundo que va demasiado rápido, ellos se quedaron.
En un sistema que se derrumbó, ellos resistieron.
Y en una sociedad que los olvidó, ellos nunca olvidaron a un solo niño.

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