30/11/2025
CUANDO DESCUBRÍ QUE MI HIJA NO ME VEÍA COMO MADRE, SINO COMO SERVICIO
Nunca pensé que llegaría un día en que mi propia hija me hablaría como si yo fuera una empleada a la que puede despedir cuando se canse. Y sin embargo, ese día llegó.
Me llamo Farah. Tengo 61 años. Soy madre de dos hijas: una vive lejos, la otra siempre estuvo cerca… demasiado cerca, quizá. Se llama Lina. Desde adolescente tuvo un carácter fuerte, impulsivo, de esos que te obligan a caminar sobre puntas de pie. Yo siempre dije que era por la edad. Luego por el estrés. Luego por la maternidad. Siempre encontré una excusa. Nunca quise aceptar la verdad: mi hija no sabía amar sin exigir.
Cuando Lina tuvo a su primer bebé, yo estaba recién jubilada. Tenía planes: viajar, estudiar, volver a pintar. Pero ella me llamó una tarde, temblando, llorando, diciendo que no podía con todo, que necesitaba ayuda, que “mamá, por favor, no me falles”.
Y claro… fui. Como siempre.
Los primeros meses fueron bonitos. Cuidaba al bebé, cocinaba, limpiaba, dejaba comida en el congelador. Lina trabajaba, mi yerno también. Yo me decía que era temporal. Pero lo temporal se volvió costumbre. Y la costumbre se volvió obligación.
Empecé a dormir más en su casa que en la mía. El bebé me llamaba “mama Farah” y me derretía el alma. No me arrepiento de cuidarlo. Me arrepiento de haberme borrado a mí misma para hacerlo.
Un día, le dije a Lina:
—Quiero apuntarme a un curso de pintura dos tardes a la semana.
Ella frunció el ceño.
—¿Y quién se queda con el niño?
—Tu pareja sale temprano esos días.
—Sí, pero llega cansado.
—Yo también me canso, hija.
Me miró como si dijera una herejía.
—Mamá, sinceramente… tú no tienes nada más importante que hacer.
Esa frase se me clavó en el pecho.
Tú no tienes nada más importante que hacer.
Como si mi vida hubiese terminado después de parirla.
Intenté hablarlo. Explicarle que me sentía saturada, que necesitaba espacio, tiempo, identidad. Ella se ofendió. Y durante semanas me habló con frialdad, como si yo hubiera cometido una traición imperdonable.
Un sábado cualquiera, mientras yo planchaba ropa suya —ropa de una mujer adulta, no de un bebé— entró en la habitación con el móvil en la mano.
—He estado pensando —dijo—. Es mejor que vengas a vivir aquí ya. Así te organizas mejor con el niño, y yo no tengo que estar pidiéndote favores.
No lo preguntó. Lo declaró. Como quien anuncia una mudanza.
Yo me quedé en silencio.
—Farah —insistió ella—, mi casa es grande. Tu piso ya está viejo. Es lo lógico.
No pude más.
—¿Y qué parte de mi vida entra en tu lógica, Lina?
Ella se cruzó de brazos.
—Mamá, estás exagerando. Yo solo quiero que todo funcione.
—¿Funcione para quién? —pregunté—. ¿Para ti, o para todos menos yo?
Hubo un silencio incómodo. Ella puso los ojos en blanco, como hacía de niña.
—Mira, si no quieres, dímelo. Pero no me hagas sentir mala persona.
Era increíble: yo era la mala si no aceptaba entregarle mi vida entera.
—Lina —le dije, con una calma que me sorprendió—, te quiero. Pero no viviré aquí. No dejaré mi casa. Y no voy a convertirme en la niñera permanente de tu hijo. Soy tu madre, no tu empleada.
Su rostro cambió. Se llenó de una mezcla de rabia y desconcierto.
—No esperaba esto de ti.
—Yo tampoco esperaba esto de ti.
Durante semanas no me habló. Me bloqueó. Habló mal de mí con la familia. Dijo que yo la había abandonado. Que no la apoyaba. Que la dejaba sola. Y aun así, yo dormía mejor que en años. Porque por primera vez me elegía.
Hoy hemos vuelto a hablar, pero con nuevas reglas. Cuido a mi nieto algunos días, pero no todos. Pinto. Camino. Leo. Respiro.
Y entendí algo que me costó toda una vida:
si tú no marcas tus límites, alguien más marcará tu vida por ti.