23/11/2025
LA ESENCIA PERDIDA DEL REQUISITO DE EVALUACIÓN PSICOLÓGICA EN GUARDERÍAS Y ORFANATOS: UNA REFLEXIÓN DESDE LA PRÁCTICA
Por: Benjamín Salgado
Hace unos días me reuní con varios directores de orfanatos. No era la primera vez que conversábamos sobre los dilemas éticos y operativos del cuidado infantil, pero esta vez algo me cimbró con más fuerza.
Mientras hablábamos con naturalidad —como quienes conocieron de cerca historias difíciles y también muchas esperanzas— surgieron, casi sin proponérnoslo, ejemplos claros de cómo está funcionando hoy el requisito de evaluación psicológica del personal cuidador en Baja California. Y, conforme los escuchaba, recordé conversaciones similares con directoras y propietarios de guarderías, con quienes nuestra asociación mantiene una relación constante por temas de formación, evaluación y acompañamiento profesional.
Entre línea y línea, todas esas voces coincidieron en algo que yo mismo he observado desde hace varios años: el espíritu original de la evaluación psicológica para cuidadoras se ha ido desdibujando, reduciéndose en muchos casos a un trámite, a una constancia rápida, a un documento que cumple en papel, pero no siempre en esencia.
Y, sin embargo, este requisito nació justamente para lo contrario: para proteger con rigor y con ciencia la vida, la integridad y el desarrollo de niñas, niños y adolescentes.
Lo cierto es que el marco legal es claro. El artículo 4.º constitucional, la Ley General, la Ley Estatal de Centros de Atención, Cuidado y Desarrollo Integral Infantil y el Reglamento Municipal de Ensenada apuntan, de manera congruente, a un mismo principio: el interés superior de la niñez debe guiar cualquier medida que involucre su cuidado.
La evaluación psicológica, lejos de ser un mero trámite, es una de varias medidas protectoras.
Es una barrera preventiva. Es un filtro ético. Es un instrumento que, si se aplica con rigor, garantiza que quienes están al frente de los menores cuenten con estabilidad emocional, idoneidad cognitiva, sensibilidad humana y competencias prosociales suficientes para responder ante situaciones complejas y cotidianas.
Pero la realidad operativa de muchos centros me ha obligado a reconocer que esta intención original se ha ido perdiendo en el camino. Con el paso de los años, el proceso se volvió excesivamente administrativo, más vinculado a una lista de requisitos que deben entregarse para renovar permisos o para mantener expedientes al día, que a una verdadera evaluación de riesgo, de idoneidad o de aptitudes para el cuidado.
No es algo que atribuya a mala fe. Al contrario: creo que todas las instituciones han hecho lo que han podido con los recursos, tiempos y estructuras que tienen. Lo que ocurre es más profundo: el requisito se fue vaciando, y con él se diluyó la esencia protectora que debía regirlo.
Cuando recuerdo cómo nació el requisito en Ensenada —durante aquel periodo entre 2013 y 2016— valoro que la intención inicial era acompañar la transición. Las evaluaciones se ofrecían como una cortesía temporal, sin costo, para que las guarderías pudieran adaptarse a una nueva obligación reglamentaria.
Nunca se pretendió que las instituciones públicas se convirtieran en ejecutoras permanentes del proceso; su misión era regular, no evaluar; establecer lineamientos, no diagnosticar; verificar el cumplimiento, no interpretar pruebas psicológicas.
Pero la transición se volvió costumbre, y la costumbre se convirtió en práctica establecida. Y ahí comenzó la distorsión: se juntó en una sola entidad la facultad de solicitar, aplicar, revisar y dictaminar, algo que en cualquier ámbito técnico genera tensiones y conflictos, incluso cuando las intenciones son buenas.
La situación se complica aún más porque no todas las evaluaciones que hoy circulan cumplen con estándares profesionales: muchas usan herramientas limitadas, no actualizadas o inapropiadas para medir la capacidad de cuidado. Otras pruebas se aplican sin la formación psicométrica adecuada o sin protocolos claros.
Y algunas veces, la evaluación se reduce a una entrevista breve o a una escala única que no detecta riesgos importantes. Lo que se obtiene entonces no es una valoración psicológica, sino una simulación técnica, una apariencia de cumplimiento que no cumple el propósito constitucional más importante: la protección de quienes no pueden protegerse solos.
Y aquí es donde me preocupa la dimensión estructural del problema. No hablo de señalamientos individuales; no se trata de culpar a instituciones que, insistiré, han trabajado como han podido. Me refiero a que el sistema, tal como está armado hoy, no garantiza imparcialidad, ni rigor, ni objetividad.
Un organismo público que regula, supervisa, revisa expedientes y otorga permisos no debería, al mismo tiempo, tomar el rol de evaluador psicológico. Esa doble función, aunque no sea intencional, genera tensiones inherentes: por un lado debe ser árbitro; por otro, juega dentro de la misma cancha.
Pero el problema más serio no es administrativo; es humano. Una evaluación psicológica mal hecha o insuficiente puede significar la contratación de una persona con severas dificultades de regulación emocional, impulsividad, negligencia potencial, intolerancia al estrés o insensibilidad ante el sufrimiento de un menor.
Lo he dicho muchas veces: la psicología no es un requisito burocrático; es una medida de protección de derechos humanos. Cuando hablamos de niños en guarderías u orfanatos, hablamos de las personas más vulnerables del sistema. Y en esos espacios, la diferencia entre una evaluación rigurosa y una evaluación superficial puede traducirse en accidentes, omisiones graves, maltrato, revictimizaciones, traumas permanentes o incluso tragedias.
Por eso insisto: no basta con cumplir el requisito. Hay que recuperar su esencia.
Pero recuperar la esencia no implica buscar baterías ni publicar instrumentos técnicos; eso sería irresponsable. Lo que sí puedo afirmar, desde la experiencia profesional y desde los fundamentos de la psicometría, es que una evaluación verdaderamente protectora debe revisar ciertos ejes esenciales, sin los cuales la idoneidad del cuidador no puede garantizarse:
– La capacidad de atención y vigilancia constante, necesaria para prevenir accidentes.
– La regulación emocional ante estrés, llanto, berrinches, crisis o sobrecarga sensorial.
– La conducta prosocial: la capacidad real de consolar, ayudar, contener y tratar con dignidad.
– La estabilidad emocional funcional, no patologizante, pero sí suficiente para evitar riesgos.
– La ética laboral: responsabilidad, disciplina, apego a normas y respeto por los protocolos.
Estos son algunos de los ejes que ayudan a determinar si una persona es apta, apta con reservas o no apta para trabajar con niñas y niños.
Una persona no es apta cuando sus indicadores muestran riesgos claros: impulsividad severa, hostilidad, desregulación, insensibilidad, dificultades graves de atención o resistencia marcada a normas. En cambio, es apta cuando sus resultados reflejan equilibrio emocional, vigilancia, capacidad de ayuda, empatía, autorregulación y responsabilidad comprobable.
Esto es, precisamente, lo que el requisito buscaba asegurar desde el principio.
Hoy, mi reflexión —tanto por lo que veo en guarderías como en orfanatos— es que ha llegado el momento de replantear completamente el modelo. No para eliminar el requisito, sino para devolverle su potencia protectora. Y eso implica realizar una reforma seria, responsable y técnica: que la evaluación psicológica sea conducida por organismos profesionales externos, independientes, con capacidad psicométrica, con formación especializada y sin conflicto de interés.
Que el Estado regule, supervise y verifique, pero no ejecute. Que exista un protocolo estatal uniforme, claro, con criterios y estándares profesionales. Y que las instituciones tengan acceso a evaluaciones éticas, científicas y oportunas que no dependan de la saturación o limitaciones operativas de una dependencia pública.
Lo diré con toda claridad:
Esta no es una discusión administrativa. Es una discusión moral y ética. Es un tema de derechos humanos, de integridad, de responsabilidad institucional y de justicia para quienes no tienen voz.
La evaluación psicológica para personal cuidador nunca fue un mero trámite.
Fue, y debe volver a ser, un compromiso ético del Estado y de la psicología aplicada con la protección de la niñez.
Recuperar esa esencia no es una opción: es una obligación. Y, si queremos un sistema más digno, más seguro y más humano, debemos empezar por reconstruir la forma en que elegimos, evaluamos y autorizamos a quienes tienen en sus manos lo más valioso que una comunidad puede tener: sus niños, niñas y adolescentes.