25/11/2025
Me miro aquí, frente a esta libreta abierta, y casi escucho el eco de mi propia respiración rompiéndose mientras escribía: “Me levanto de las cenizas en que me dejé convertir.” No lo escribí para sonar fuerte. Lo escribí porque era lo único que quedaba de mí, ceniza. Esa frase nació como un temblor, como un último intento por no volver a mentirme. La tinta todavía está fresca, y yo siento que cada trazo es un recordatorio incómodo de todas las veces que me apagué por amor, o por miedo, o por no saber sostenerme solo.
La planta a un lado, raíces expuestas, agua turbia, crecimiento lento, me refleja sin quererlo. Yo también crecí así, sin tierra firme, sobreviviendo, intentando mantenerme vivo mientras me hundía en mis propias contradicciones. Aquí, en esta mesa, con un cold brew a medio tomar y mis manos temblando apenas, entiendo que la reconstrucción nunca es elegante. Es rasposa. Es íntima. Es admitir que me hablé mal durante años, que puse mi valor en manos ajenas, que confundí compañía con salvación y que ahora, por fin, estoy aprendiendo a sostenerme sin mendigar.
Este momento, esta foto, no es un renacer bonito. Es un renacer consciente. Es ese punto exacto donde dejo de mentirme y acepto que no quiero volver al amor que me desdibuja. Ahora sé distinguir lo que sí quiero, un amor que no llegue a medias, que no me deje esperando, que no me confunda ni me pida que me vuelva sombra para que el otro brille. Un amor que acompañe, que construya, que esté. Pero sobre todo, un amor que pueda recibir al hombre que soy ahora, uno que se levanta, no por orgullo, sino porque ya entendió que merecer no es un privilegio, es un punto de partida.
Y aquí estoy, renaciendo desde mis propias cenizas, con la brutal conciencia de que yo mismo provoqué parte del incendio, pero también con la certeza de que yo mismo seré quien salga de él.