13/11/2025
No sé en qué momento llegaste, ni por qué elegiste nuestra puerta. No te invité, y sin embargo entraste con tanta fuerza que moviste los cimientos de mi vida. Al principio no te entendí. No entendía tus silencios, tus límites, tus formas extrañas de decir “estoy aquí”. Te odié un poco, o mucho. Te culpé de todo lo que se rompía dentro de mí. De los sueños que tuve que soltar, de las comparaciones, de las miradas ajenas, de esa sensación de que el mundo seguía girando y yo me había quedado quieta, en una especie de vida paralela. Con el tiempo aprendí a verte. No como una palabra fría en un informe, ni como un enemigo invisible, sino como una presencia que me obligó a mirar la vida de frente. A frenar. A llorar sin pedir permiso. A amar de una forma que nunca imaginé. Me hiciste madre de otra manera, con una paciencia que no sabía que tenía, con un cansancio que no tiene nombre y con una ternura que me desborda.
A veces todavía me rompes. Cuando mi hija se esfuerza tanto por algo que a otros les sale sin pensar. Cuando el mundo parece demasiado grande, demasiado rápido, demasiado injusto. Cuando me pregunto si sabrá, si entenderá, si será feliz. Y ahí estás tú, recordándome que la felicidad también puede tener otros idiomas, que hay risas que no necesitan palabras, que hay abrazos que curan más que cualquier terapia. Me robaste muchas cosas, sí, pero me diste otras que nadie más podría haberme enseñado. La capacidad de celebrar lo pequeño. La fuerza para seguir incluso cuando nadie aplaude. El amor sin condiciones, ese que no espera nada a cambio.
Ya eres parte de nosotros. Y aunque a veces quisiera borrarte, también sé que, sin ti, no existiría la versión de mí que ahora mira a su hija y entiende que todo —absolutamente todo— valió la pena por verla sonreír.
Así que quédate ahí, si quieres. Pero recuerda: tú no mandas.
Porque mi hija, con su manera única de estar en el mundo, te ha vencido mil veces sin darse cuenta.
Texto copiado de: locuraconWilliams - Maternidad y Discapacidad