Nutrióloga Any Garín Montes

Nutrióloga Any Garín Montes Brindar asesoría nutricional a pacientes que busquen cambiar sus hábitos para mejorar su salud o l

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27/10/2025

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Oficialmente, Dojang central es el ganador de la copa Ke Dae Lee 2025!!! Felicidades, guerreros!!!

27/10/2025

No todo en la vida es estética, bajar de peso o subir masa muscular.

Entrenar también es para practicar el deporte que te gusta sin lastimarte o lastimar en el intento.

Que buen día!
Retos físco y mentaSabomnim Gustavo ValdezSErik Aguirre Lopezldez

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19/10/2025

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Recomendación del día!

Deliciosos 👌🏻🫶🏻🤤☕️🐶

La alimentación es una necesidad fisiológica y un derecho humano. Todas las personas deberían tener acceso a ella, depen...
17/10/2025

La alimentación es una necesidad fisiológica y un derecho humano.

Todas las personas deberían tener acceso a ella, depende del contexto de cada persona está será la razón principal de su calidad de vida y salud.

En México a partir del 17 de abril del 2024 se decretó la Ley General de la Alimentación Adecuada y Sostenible, la cual señala lo siguiente.

El derecho a la alimentación comprende:
I. La capacidad de satisfacer las necesidades alimentarias, como es la combinación de productos nutritivos para el crecimiento físico y mental, el desarrollo y el mantenimiento, y la actividad física que sea suficiente para satisfacer las necesidades fisiológicas humanas en todas las etapas del ciclo vital, según el s**o y la ocupación.

Sería maravilloso que se respetara y se ejerciera, no solo de manera utópica sino tal cual se redactó.





17/10/2025
11/10/2025

Mi vecino cortaba mi pasto sin permiso (vió que yo estaba deprimida pos parto y no podía hacerlo).

La primera vez que lo vi, estaba junto a la ventana de la sala con Sofía dormida contra mi pecho. Había estado llorando otra vez —no sabía ni por qué esta vez— cuando escuché el ruido de una cortadora de césped.

Me asomé y ahí estaba él. Mi vecino de al lado, empujando su cortadora naranja brillante por *mi* jardín delantero.

Sentí que algo se rompía dentro de mí. No de gratitud, sino de humillación pura. El pasto llevaba semanas sin cortarse, las malas hierbas habían conquistado los bordes del camino, y ahora todo el vecindario podía ver lo patética que era. Ni siquiera podía mantener mi jardín decente.

Dejé a Sofía en su moisés y salí descalza, todavía en pijama aunque eran las dos de la tarde.

"¡Oiga!" grité por encima del ruido del motor.

Él se detuvo y apagó la máquina. Era un hombre mayor, quizás sesenta y tantos, con una gorra de los Yankees y lentes de sol.

"¿Sí?"

"¿Qué está haciendo?"

Me miró como si la pregunta fuera ridícula. "Cortando el pasto."

"Es *mi* pasto."

"Lo sé." Se quitó los lentes y vi sus ojos, amables pero directos. "Por eso lo estoy cortando."

Sentí las lágrimas otra vez, calientes y furiosas. "No le pedí que lo hiciera."

"No hacía falta."

"No necesito su lástima."

Algo cambió en su expresión. Guardó los lentes en el bolsillo de su camisa y dio un paso hacia mí.

"Mi esposa murió hace dos años," dijo simplemente. "Cáncer. Los primeros meses, no podía ni levantarme de la cama algunos días. El jardín se convirtió en una jungla. Y un día, mi otro vecino —un muchacho que apenas conocía— vino y lo cortó. Sin decir nada. Simplemente lo hizo."

Me quedé callada.

"Yo también me enojé," continuó. "Le grité igual que usted. Pero él me dijo algo que nunca olvidé: 'No es lástima. Es que todos necesitamos ayuda a veces, y está bien.'"

Me crucé de brazos, sintiendo el peso de la leche en mis pechos, el agotamiento en cada músculo.

"Tengo un bebé de seis semanas que no duerme más de dos horas seguidas," dije, y mi voz se quebró. "No puedo ducharme sin que llore. No recuerdo cuándo fue la última vez que comí algo que no fuera directo del refrigerador. Y ahora tampoco puedo mantener mi jardín."

"No tiene que poder hacer todo," dijo él suavemente. "Nadie puede."

Sofía empezó a llorar adentro. Por supuesto.

"Tengo que..." señalé hacia la casa.

"Vaya. Yo termino aquí. Son otros quince minutos."

Dudé, todavía aferrada a mi orgullo como si fuera lo único que me quedaba.

"¿Por qué?" pregunté finalmente.

Él volvió a ponerse los lentes de sol y sonrió un poco. "Porque su esposo se fue a trabajar a las seis de la mañana y no volvió hasta las ocho de la noche los últimos tres días. Porque usted no ha salido de la casa en más de una semana. Y porque el pasto necesitaba cortarse." Se encogió de hombros. "Y porque puedo hacerlo."

El llanto de Sofía se intensificó.

"Gracias," susurré.

"No hay de qué, vecina."

Volví adentro, levanté a mi hija y la mecí mientras miraba por la ventana cómo él terminaba de cortar el pasto, después bordeaba con cuidado alrededor de las flores que había plantado en primavera y que milagrosamente seguían vivas.

Cuando terminó, no tocó a mi puerta ni esperó reconocimiento. Simplemente empujó su cortadora de regreso a su jardín y desapareció dentro de su casa.

Dos semanas después, encontré una canasta en mi porche. Dentro había un guiso de pollo en un recipiente desechable y una nota: "Para el congelador. Para los días malos. —Carlos, de al lado."

Esa noche, cuando Diego llegó a casa y vio el pasto cortado perfectamente, preguntó: "¿Contrataste a alguien?"

"No," dije, dándole a Sofía. "Tenemos un buen vecino."

Y por primera vez en semanas, no me sentí tan sola.

Créditos a su autor.

11/10/2025

💭 Cuando “comer limpio” se vuelve peligroso

Hace poco se dio a conocer el caso de una joven que llevaba años alimentándose solo de frutas crudas.
Su peso era muy bajo (se dice que pesaba 22 kilos) y su cuerpo ya no podía sostenerse. Al final, su salud colapsó. 😕

Esto no es una historia para juzgar, sino para reflexionar. 🌿
A veces empezamos con la idea de “comer mejor”, pero si nos dejamos llevar por extremos o dietas restrictivas, el cuerpo termina pagando el precio.

Comer solo frutas, solo jugos, solo crudo, solo “natural”... puede sonar saludable, pero ningún grupo de alimentos por sí solo cubre lo que el cuerpo necesita: proteínas, grasas, minerales, vitaminas, energía.

Tu cuerpo no necesita perfección.
Necesita nutrición suficiente, balance y constancia.💚

👉 Si algo te promete salud eliminando la mitad de los alimentos, desconfía.

09/10/2025

Cada día es una lucha constante contra los hábitos aprendidos o acciones perjudiciales o simplemente la inacción.

Para lograr algo hace falta más que solo decidir, hace falta actuar.

Un paso a la vez, una sola acción dirigida hacia tu meta es mucho más valiente que sentarte a ver pasar tu vida frente a ti.

09/10/2025

“Hoy un niño de siete años me dijo que yo no servía para nada.”
Así comenzó mi jornada final como docente en una escuela pública.

No lo expresó con rabia ni sarcasmo. Fue con esa franqueza inocente con la que los niños mencionan el clima:
“Usted ni siquiera sabe hacer TikToks. Mi mamá dice que la gente mayor como usted ya debería estar retirada.”

Respondí con una sonrisa. Ya aprendí a no tomarme esas frases tan en serio.
Aun así, sentí cómo algo más dentro de mí se resquebrajaba lentamente.

Me llamo señora Carter.
Durante 36 años enseñé primer grado en una pequeña escuela a las afueras de Columbus, Ohio.
Hoy empaqué mi aula por última vez.

Cuando inicié, allá por los años ochenta, ser maestra era casi una misión de vida.
Los padres nos confiaban lo más preciado que tenían: sus hijos.
No era un trabajo bien pagado, pero había dignidad. Y eso bastaba.

Las familias traían brownies a las reuniones.
Los niños me regalaban tarjetas de cumpleaños llenas de errores ortográficos y corazones torcidos.
Y cuando uno leía por primera vez en voz alta… no había salario que se comparara con ese instante.

Pero algo se fue perdiendo.
De a poco, sin ruido, año tras año.
Hasta que un día miré el salón… y no reconocí más lo que hacía.

No es solo por las tabletas, las pantallas interactivas o las aplicaciones.
Es el agotamiento.
La falta de aprecio.
La sensación de estar sola.

Antes pasaba las noches recortando manzanitas de papel para adornar el aula.
Ahora las paso llenando informes de conducta digitales, “por si algún padre decide demandar”.

He sido humillada frente a mis alumnos.
No por ellos… sino por sus padres.
Uno me dijo:
— Usted claramente no sabe tratar niños. Vi un video suyo en el celular de mi hijo.
El video mostraba cuando yo trataba de calmar a otro niño con una crisis.

Nadie preguntó cómo me sentía.
Nadie se interesó en que me mantenía de pie a punta de café, chicle y pura determinación.

También los niños cambiaron.
Y no es culpa suya.

Viven en un mundo agitado, ruidoso, saturado.
Llegan al aula sin haber dormido, pegados a las pantallas, con la mente sobreestimulada.
Algunos llegan molestos. Otros, con miedo.
Hay quienes no saben sostener un lápiz, esperar su turno o decir “gracias”.

Y se espera que los docentes solucionemos todo eso.
En seis horas.
Con 28 niños.
Sin asistentes.
Y con un presupuesto que apenas alcanza para unas galletas.

Recuerdo cuando el aula era un santuario.
Teníamos cojines en el rincón de lectura.
Cantábamos por las mañanas.
Aprendíamos a ser buenos antes que a sumar.

Hoy nos exigen priorizar “indicadores”, “datos cuantificables” y “resultados estandarizados”.
Mi valor depende de qué tan bien un niño de seis años rellena las burbujas de un examen.

Una vez el director me dijo:
— Usted es demasiado blanda. El distrito exige resultados.
Como si ser compasiva fuera una falla.

Seguí adelante porque siempre había momentos que valían la pena.
Milagros diminutos.

Un niño que murmuró: “Usted es como mi abuelita. Me gustaría vivir con usted.”
Otro me dejó una nota que decía: “Aquí me siento seguro.”
Y aquel chiquito tímido que un día dijo con orgullo: “¡Lo leí solito!”

Me aferré a esas pequeñas victorias.
Porque me recordaban que sí valía, aunque el mundo dijera lo contrario.

Pero este último año me quebró.
La violencia creció.
Un alumno lanzó una silla. Otro me dijo que “traería algo de su casa” después de pedirle que se sentara.

Mi teléfono de aula se volvió una línea directa de emergencia.
La orientadora renunció en octubre.
Y en noviembre ya no quedaban suplentes.
El agotamiento flotaba en el aire, como una niebla densa de frustración.

Y yo…
Yo comencé a sentirme invisible. Desechable.
Como una herramienta antigua en un entorno digital donde el contacto humano ya no importa.

Hoy empacaba mi salón.
Desprendí dibujos desteñidos de las paredes, algunos de hace décadas.
Encontré una caja con cartas de agradecimiento de una generación de 1995.
Una decía:
“Gracias por quererme, incluso cuando me portaba mal.”

Lloré.
Porque antes, enseñar significaba algo.
Hoy parece un trabajo por el que uno debe pedir perdón.

No hubo festejo. Ni palabras.
Solo un apretón de manos del nuevo director, que me llamó “señora” mientras miraba su celular a mitad de la despedida.

Dejé atrás mis calcomanías. Mi mecedora. Mi paciencia.
Pero me llevé los recuerdos de cada niño que alguna vez me miró con cariño, con fe o con alivio.
Eso es solo mío. Nadie me lo puede arrebatar.

No sé qué vendrá.
Quizás sea voluntaria en la biblioteca.
Quizás aprenda a hornear pan desde cero.
O simplemente me siente en el porche con una taza de té, recordando un mundo que solía ser más amable.

Porque lo echo de menos.
Echo de menos cuando los maestros eran aliados, no objetivos de enojo.
Cuando los padres y la escuela eran un equipo.
Cuando enseñar era sinónimo de crecer, no solo evaluar.

Si alguna vez fuiste maestro, lo entiendes.
No lo hicimos por el tiempo libre.
Lo hicimos por ese niño que aprendió a amarrarse las agujetas.
Por el que volvió a sonreír tras semanas de silencio.
Por los que nos necesitaron en formas que ningún examen puede medir.

Lo hicimos por amor. Por fe.
Por creer en algo mejor.

Así que si hoy te cruzas con un maestro —pasado o presente—, agradécele.
No con una taza ni una manzana.
Hazlo con tus ojos. Con tu voz. Con tu respeto.

Porque en un mundo que corre demasiado rápido, ellos se quedaron.
En un sistema colapsado, ellos resistieron.
Y en una sociedad que los borró, ellos jamás olvidaron a un solo niño.

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