17/09/2025
El duelo por un hijo no termina, simplemente cambia de forma, pero nunca desaparece. Vivimos en una sociedad que tiene prisa por vernos “bien”, por ver que “reponemos” nuestras heridas, como si la pérdida de un hijo fuera algo que se pueda medir con el calendario o con el tiempo. Pero quienes hemos atravesado ese abismo sabemos que el dolor de perder a un hijo no es una etapa que se supera, sino una transformación irreversible del alma.
Cuando un hijo se va, no solo se muere un ser amado, sino que también se muere un futuro, un sueño, una risa que nunca escucharemos, unos pasos que nunca recorreremos a su lado. Se muere una parte de nosotros, esa parte que solo ese hijo podía completar. Y esa muerte no se cura con el tiempo, porque el amor que sentimos por ellos es eterno. Solo podemos aprender a convivir con esa herida abierta, a habitarla, a honrarla.
El duelo por un hijo no desaparece; se acomoda, se transforma, se vuelve una presencia constante. A veces grita en nuestros silencios, otras veces se esconde en los pequeños detalles de la vida cotidiana, pero siempre está allí, en lo más profundo del corazón. No es un obstáculo para seguir viviendo, sino una parte imprescindible de la nueva vida que nos tocó construir. Una vida en la que sonreír duele, pero también en la que amar a otros no borra el amor infinito por quien ya no está.
Decir que una madre o un padre “siguen en duelo” no significa que están atrapados en el pasado. Es simplemente reconocer que hay dolores que no tienen fecha de caducidad, porque hay amores que son eternos. El silencio no equivale a olvido. Las lágrimas no son una muestra de debilidad. Y hablar de ese hijo, recordarlo, nombrarlo, es la manera más fiel de seguir amándolo, de mantener viva su memoria en cada latido de nuestro corazón.
Nadie debería juzgar cuánto tiempo necesita una persona para aceptar su pérdida. Porque el duelo no es una enfermedad, es la expresión más pura del amor más profundo. Y ese amor, aunque transformado, nunca muere. Solo nos acompaña para siempre, en cada suspiro, en cada recuerdo, en cada latido de nuestra alma.
Porque amar a un hijo es un amor que trasciende la vida y la muerte, y ese amor, aunque duela, nos hace eternos.