25/08/2025
En 1963, Harvey Ross Ball recibió 45 dólares solo por dibujar una carita sonriente amarilla en papel, algo que tan solo hizo en 10 minutos con un marcador negro. Esto, para levantar el ánimo de los empleados de una aseguradora. Nunca registró el diseño como marca. Nunca buscó fama ni dinero por esa pieza gráfica. Solo quería que la gente sonriera.
Ese gesto simple se convirtió en uno de los íconos visuales más famosos del mundo. En 1971 ya se habían vendido más de 50 millones de botones con su diseño, y en 1999 fue incluido en un sello postal de EE.UU.
Pero la historia no termina ahí.
Ese mismo año, el periodista francés Franklin Loufrani registró una versión similar del smiley en Francia, usándolo para destacar buenas noticias en el diario France-Soir. Lo llamó “Smiley” y fundó una empresa que hoy posee la marca en más de 100 países. Así nació un imperio de merchandising y cultura optimista.
Mientras tanto, Harvey Ball siguió en silencio y en 1999 creó la World Smile Foundation y promovió el Día Mundial de la Sonrisa, celebrado cada primer viernes de octubre. Su legado no fue comercial, fue emocional.
Porque algunas leyendas no se miden en patentes. Se caminan con el corazón.