31/10/2025
¿Conservar la vida o conservar el Yo?
Aquí nace la paradoja central de la existencia humana: la mente no sólo quiere conservar la vida, sino conservar la idea de sí misma. Mientras los demás seres vivos se limitan a responder al ciclo natural de necesidad y satisfacción, el ser humano, dotado de autoconsciencia, introduce una capa más: el Yo.
Este Yo no es una amenaza en sí mismo; es una función útil, un mapa que organiza la experiencia. Pero cuando la mente confunde la preservación de la vida con la preservación del Yo, aparece un estado de confusión: el ego.
El ego no es una entidad, sino un conflicto interno, un punto de tensión entre dos lealtades:
• la lealtad biológica hacia la vida, que busca adaptarse, fluir y renovarse,
• y la lealtad psicológica hacia el Yo, que busca permanecer, controlarlo todo y no desaparecer.
De esta confusión surgen los apegos: deseos desadaptativos que ya no buscan sostener la vida, sino afirmar la identidad. El apego es el intento de la mente por evitar la disolución simbólica del Yo, lo que Eckhart Tolle llamaría “la aniquilación del yo”. En otras palabras, el apego no nace del miedo a morir, sino del miedo a dejar de ser “alguien”.
Así, el deseo —esa energía vital que impulsa la existencia— se desvía de su cauce natural. Cuando el deseo sirve a la vida, mantiene el equilibrio; cuando sirve al Yo, se convierte en apego. Y es precisamente en el momento en que la mente no distingue entre ambos cuando emerge el ego: un estado de confusión que nos hace sufrir sin que exista una amenaza real.
Entonces, tal vez la plenitud no consiste en eliminar el deseo ni en negar el ego, sino en aprender a discernir continuamente si lo que deseamos nace de la vida o del Yo.
Sólo esa lucidez —esa conciencia que observa sin confundirse— puede reconciliar los dos impulsos y devolvernos la serenidad de simplemente estar vivos, sin tener que justificarnos todo el tiempo por existir.
Fragmento del libro "El suicidio de la mente" de Eric Mávic