09/08/2025
Desde niño me costaba sentarme a hacer la tarea porque mil cosas me llamaban la atención al mismo tiempo.
En clase, escuchaba la voz del maestro, pero mi cabeza estaba en otra parte: pensando en un dibujo, en un juego, en lo que iba a hacer después.
Cuando me llamaban la atención, sentía que no entendían que yo no podía controlar tantos pensamientos dentro de mí.
Perdía mis cosas constantemente. Mi mochila, mis libros, hasta la lonchera.
Me olvidaba de lo que me pedían y eso me metía en problemas con los profesores y mis papás.
No era que no quisiera hacerlo bien, era que mi cabeza simplemente no se quedaba quieta ni un segundo.
Por fuera, parecía un niño inquieto y desobediente. Por dentro, un torbellino de frustración y culpa.
Me regañaban, me decían que fuera más responsable, que me concentrara, que pusiera más atención.
Yo intentaba, de verdad, pero sentía que mi esfuerzo no era suficiente.
Crecer con esto fue difícil.
Solo sabía que era diferente y eso me hacía sentir solo.
A veces me sentía tonto, menos capaz, un “problema” para los demás y para mí mismo.
Y entonces llegó mi hijo.
Verlo me hizo recordar todo eso que yo sentí y viví.
Las notas bajas, los olvidos, las rabietas, las miradas de incomprensión.
Pero esta vez decidí hacer algo diferente.
Lo llevé a una evaluación.
Le diagnosticaron TDAH.
Y en ese momento entendí que esto no era culpa de nadie.
Que no era flojera ni falta de ganas.
Un trastorno que nadie me explicó cuando yo era niño, pero que ahora podía entender y acompañar.
Ahora trabajo con él para darle las herramientas que yo nunca tuve.
Para que no cargue con la culpa ni la frustración que yo sentí.
Para que sepa que ser diferente no es malo.
Que su mente funciona de otra forma, y que eso también puede ser una habilidad.
Si tú estás pasando por esto, si te sientes perdido o cansado, recuerda:
No estás solo.
Tu historia importa.
Y con apoyo, tu hijo y tú pueden encontrar un camino lleno de comprensión y esperanza.