20/05/2025
Hoy, en el Día del Psicólogo, no puedo dejar de pensar que nuestra tarea —la más simple y, a la vez, la más difícil— es acompañar a alguien sin robarle su dolor.
Acompañar no es consolar. No es calmar. Es más bien estar ahí, como un testigo que se niega a mirar hacia otro lado. Es tener el coraje de ver el sufrimiento del otro sin apagarlo con palabras bienintencionadas.
Porque cuando un paciente habla —cuando realmente se entrega al acto de hablar— está poniendo en nuestras manos su herida más íntima. ¿Y nosotros qué hacemos? ¿Interpretamos? ¿Intervenimos? No. Primero, simplemente escuchamos. Escuchamos con todo el cuerpo. Con el alma despierta. Con el corazón que tiembla, pero no se acobarda.
Acompañar es amar sin apropiarse del otro.
No hablo de un amor ingenuo. Hablo de un amor clínico. Un amor que respeta la alteridad. Que no salva, pero sostiene. Que no guía, pero acompaña. Que no invade, pero permanece.
En este oficio, hay algo hermoso y brutal a la vez: nos sentamos frente a otro ser humano sabiendo que no podremos aliviarlo del todo. Que su sufrimiento le pertenece. Pero también sabemos que en ese encuentro, si es verdadero, si es auténtico, algo se transforma. Algo se resignifica...Y eso, eso es un milagro cotidiano.
Por eso, hoy no celebro que seamos psicólogos. Celebro que todavía tengamos el deseo de estar ahí, a pesar del cansancio, del desencanto, del tiempo que corre en nuestra contra. Celebro que sigamos creyendo en el poder de una palabra dicha en el momento justo. En el poder de una escucha que no interrumpe. En el poder de un vínculo que cura sin prometerlo.
Porque sí: ser psicólogo es, al fin y al cabo, ofrecerse como un lugar donde otro pueda encontrarse.
Y eso es, quizás, lo más humano que se puede hacer.
Texto tomado de Psicología para todos