02/05/2025
Un día, una serpiente se metió en la acogedora madriguera de unos conejos. Los conejitos se arrinconaron asustados: jamás habían tenido una visita así en su casa. Pero la serpiente susurró con una voz suave:
— No me tengan miedo... Me siento muy sola. No tengo amigos y de verdad deseo un poco de calor. En mí hay una sabiduría de siglos que quiero compartir.
Los conejos se miraron entre sí, dudando, pero decidieron darle una oportunidad. Escucharon sus cuentos, sus leyendas, su susurro hipnotizante. Hablaba como una filósofa... Y luego, de repente, mordió a uno de ellos… y desapareció.
A la noche siguiente, volvió a aparecer.
— No me echen —suplicó—. Ustedes saben que soy serpiente. Me cuesta no morder. Pero lo intento. Los amigos se aceptan con sus defectos, ¿no?
Los conejos dudaron otra vez, pero volvieron a confiar. Otra vez conversaciones, historias, ternura… y otra vez… mordió.
Al tercer día, la entrada de la madriguera ya estaba cerrada con una piedra. La serpiente se enroscaba alrededor, silbaba, pedía perdón, susurraba promesas de cambiar, rogaba por una última oportunidad. Pero nadie salió.
— ¡En este mundo no queda lugar para los que piensan profundo! —bufó con amargura antes de desaparecer en la oscuridad.
Porque a veces, las criaturas venenosas se escudan en la elocuencia, se disfrazan de sabias y profundas, solo para volver a herir… una y otra vez.
No lo olvides: si alguien te hiere una y otra vez —aunque se muestre sincero, aunque cite frases profundas y hermosas— no lo dejes entrar más a tu corazón. Incluso si creés que ser bueno es aguantar.